lunes, 31 de agosto de 2009

LA CAMISA BLANCA

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He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».


Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.



La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.


Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.

Estudio para -La Planchadora-. Pablo Picasso

La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.

La madre de Pablo Picasso. 1923

La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.

Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 6 de Septiembre de 2009


martes, 18 de agosto de 2009

EL PATRIMONIO INTANGIBLE

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El patrimonio intangible está constituido por aquella parte invisible que reside en espíritu mismo de las culturas. El patrimonio cultural no se limita a las creaciones materiales. Existen sociedades que han concentrado su saber y sus técnicas, así como la memoria de sus antepasados, en la tradición oral. La noción de patrimonio intangible o inmaterial prácticamente coincide con la de cultura, entendida en sentido amplio como "el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social" y que, "más allá de las artes y de las letras", engloba los "modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias" A esta definición hay que añadir lo que explica su naturaleza dinámica, la capacidad de transformación que la anima, y los intercambios interculturales en que participa.
El patrimonio intangible está constituido, entre otros elementos, por la poesía, los ritos, los modos de vida, la medicina tradicional, la religiosidad popular y las tecnologías tradicionales de nuestra tierra. Integran la cultura popular las diferentes lenguas, los modismos regionales y locales, la música y los instrumentos musicales tradicionales, las danzas religiosas y los bailes festivos, los trajes que identifican a cada región de España, la cocina española, el cuento,los mitos y las leyendas, las adivinanzas y canciones de cuna; los cantos de amor y villancicos; los dichos, juegos infantiles y creencias mágicas.


Cultura popular mejicana en los Corridos de -Los Tigres del Norte-


Los Tigres del Norte. El niño y la boda

Cuadro resumen de tipos de patrimonio



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lunes, 10 de agosto de 2009

LA HABITACIÓN DEL HIJO

Habitación de escritor. Óleo/Contrachapado. Luis Rejano

Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras.

Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.

Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria.

Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas».

Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir»(1).


Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena.

Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 16 de Agosto de 2009


NOTAS. (1) Justin Scott -El cazador de barcos-

lunes, 3 de agosto de 2009

ESPAÑA CAÑÍ



España cañí. Pasodoble. Pascual Marquina Narro (1873-1948)

Vamos a llamarlo, si les parece bien, hospital del Venerable Prepucio de San Agapito. O, si lo prefieren, de los Siete Dolores de Santa Genoveva. Para más datos, añadiremos que está situado en una ciudad del sur de España. Y el arriba firmante –yo mismo, vamos– camina por el pasillo de una de sus plantas después de haber conseguido, tras arduas gestiones, intensas sonrisas y mucho hágame el favor, permiso para visitar a un amigo internado de urgencia, al que sus innumerables pecados y vida golfa dejaron el hígado y otros órganos vitales en estado lamentable.

Voy por el pasillo, en fin, pensando en un informe publicado hace poco: uno de cada diez trabajadores de hospital español sufre agresiones físicas por parte de pacientes o sus familiares, y siete de cada diez son objeto de amenazas o insultos ante la pasividad de los seguratas correspondientes. Que con frecuencia, según las circunstancias, prefieren no complicarse la vida. Y no deja de tener su lógica. Una cosa es decir no alborote, señora, caballero, a un ama de casa de Reus o a un jubilado de Úbeda cabreados con o sin motivo, y otra diferente, más peliaguda, impedir que un musulmán entre a la fuerza con su legítima en el quirófano, decirle a un subsahariano negro de color que no es hora de visitas, o informar a cuatro miembros de la mara Salvatrucha que la puñalada que recibió su amigo Winston Sánchez no se la podrán coser hasta mañana. Ahí, a poco que falle el tacto, sales en los periódicos.

Pienso en eso, como digo, mientras busco la habitación B-37. En éstas llego a una sala de espera con los asientos y el suelo cubiertos de mantas, papeles, vasos de plástico y botellas de agua vacías; y cuando me dispongo a embocar el pasillo inmediato, dos gitanillos que se persiguen uno a otro impactan, sucesivamente, contra mis piernas. Me zafo como puedo, mientras creo recordar que en los hospitales están prohibidos los niños, sueltos o amarrados. Luego miro en torno y veo a una señora entrada en carnes, con una teta fuera y dándole de mamar a una rolliza criatura que sorbe con ansia de superviviente. Slurp, slurp, slurp. A ver dónde me he metido, pienso con el natural desconcierto. Entonces miro hacia el pasillo y me paro en seco.

Imaginen un pasillo de hospital de toda la vida. Y allí, arremolinada, una quincena de personas vociferantes: seis o siete varones adultos, otras tantas mujeres y algunos niños parecidos a los que acaban de dislocarme una rótula en la sala de espera. Sobre los mayores, para que ustedes se hagan idea, tecleas juntas en Google las palabras García Lorca, Guardia Civil, Heredias, Camborios, primo y prima, y salen sus fotos: patillas, sombreros, algún bastón con flecos, dientes de oro y anillos de lo mismo. Sólo les falta un Mercedes del año 74. Los jóvenes visten de oscuro y tienen un aire desgarrado y peligroso que te rilas, a medio camino entre Navajita Plateá y las Barranquillas. En cuanto a las Rosarios, sólo echas de menos claveles en los moños. Las jóvenes tienen cinturas estrechas, pelo largo, negrísimo, y ojos trágicos. Una lleva un niño en brazos. Todas van de negro, como de luto anticipado. Y en el centro del barullo, pegado a la pared, un médico vestido de médico. Acojonado.

A José Antonio Rubio Sacristán

Voces de muerte sonaroncerca del Guadalquivir. Voces antiguas que cercanvoz de clavel varonil. Les clavó sobre las botas mordiscos de jabalí. En la lucha daba saltos jabonados de delfín. Bañó con sangre enemiga su corbata carmesí, pero eran cuatro puñales y tuvo que sucumbir. Cuando las estrellas clavan rejones al agua gris, cuando los era les sueñan verónicas de alhelí, voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir.
-Antonio Torres Heredia, Camborio de dura crin, moreno de verde luna, voz de clavel varonil:
¿Quién te ha quitado la vida cerca del Guadalquivir?-Mis cuatro primos Heredias, hijos de Benamejí. Lo que en otros no envidiaban, ya lo envidiaban en mí.Zapatos color corinto, medallones de marfil, y este cutis amasado con aceituna y jazmín.-¡Ay, Antoñito el Camborio, digno de una Emperatriz! Acuérdate de la Virgen porque te vas a morir.-¡Ay, Federico García, llama a la Guardia Civil! Ya mi talle se ha quebrado como caña de maíz.
Tres golpes de sangre tuvo y se murió de perfil.Viva moneda que nuncase volverá a repetir.
Un ángel marchoso ponesu cabeza en un cojín.Otros de rubor cansados encendieron un candil. Y cuando los cuatros primos llegan a Benamejí, voces de muerte cesaron cerca del Guadalquivir.


Navajita Plateá y Alba Molina -Noches de Bohemia-

«Ha matao ar papa, ha matao ar papa», gritan las mujeres, desgañitándose. Insultan y amenazan al médico los hombres, más sobrios y en su papel. «He dihe que ze moría y za muerto», dice uno de ellos, inapelable. «Te vi a rahá.» El médico, pálido, más blanco que su bata, la espalda contra la pared, balbucea explicaciones y excusas. Que si era muy viejo, que si aquello no tenía remedio. Que si la ciencia tiene sus límites, y tal. «Lo habei matao, criminá», vocifera otro, pasando mucho del discurso exculpatorio. Una de las Rosarios salta con extraño zapateado, agitándose la falda. «Er patriarca», se desmelena. «Er patriarca.» Lloran y gritan las otras, haciendo lo mismo. «Pinsharlo, pinsharlo», sugiere una de las jóvenes. «Que ha matao ar papa.»

Gitano viejo

Me quedo donde estoy, prudente. Mejor el médico que yo, pienso. Que cada cual enfrente su destino. Algunas cabezas de enfermos y visitantes asoman por las puertas de las habitaciones, contemplando el espectáculo con curiosidad. Miro alrededor, buscando una ruta de retirada idónea. Los dos gitanillos continúan persiguiéndose sobre las mantas y las botellas vacías, y el mamoncete sigue a lo suyo, pegado a la teta. Slurp, slurp. En la máquina del café, dos guardias de seguridad, vueltos de espaldas a lo que ocurre en el pasillo, parecen muy ocupados contando monedas y buscando la tecla adecuada para servirse un cortado. Me acerco a ellos. ¿Hay capuchino?, pregunto, metiendo un euro. Ellos mismos pulsan mi tecla, amables. Estamos los tres en silencio mientras sale el chorrito.

Boda gitana. Favia

Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 9 de Agosto de 2009

domingo, 2 de agosto de 2009

EL CIELO FUE TESTIGO

El cielo fue testigo

Esta película dirigida por John Huston en el año 1957 e interpretada por Deborah Kerr y Robert Mitchum es una historia entre un soldado y una monja en una isla del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La relación de los personajes está tratada con gran sensibilidad y respeto hacia los dos mundos de donde provienen cada uno de ellos, un soldado de infanteria de marina y una novicia católica. La afectividad que se va creando entre este hombre y esta mujer contiene una carga emotiva atrincherada diríamos por las reglas a las que se ven sometidos en sus contextos de origen. La isla como territorio de encuentro de dos vidas unidas por un conflicto bélico pero a su vez un espacio de reconocimiento de dos seres solitarios con disciplinas similares y faltos del otro sexo como origen o retorno al paraiso, cuando él le dice a ella que son como Adán y Eva porque en ese lugar no tiene sentido la milicia ni las oraciones, sólo vivir.

La aparición de los japoneses en la isla y su ocupación durante un tiempo hará que aflore en él el instinto de protección hacia ella y de guerrero en defensa del territorio, asumiendo riesgos ante el enemigo. Ella está atrapada en sus propios códigos aunque en algún momento no puede ocultar un sentimiento mezcla de ternura y pasión contenida que él le despierta.

Quién sabe si esta historia escrita en el presente hubiera cambiado el destino de uno y otro. Robert Mitchum me ha ganado en este personaje, era un actor que no acababa de encajar en mis admirados de los de siempre. Deborah, aquí sigue siendo la actriz de escuadra y cartabón sin desbordar los excesos, su falsa frialdad que te conmueve como las estatuas griegas.



El cielo fue testigo. Director John Huston. 1967. Con Deborah Kerr y Robert Mitchum

LA FUNDADORA DEL PRADO


Isabel de Braganza. 1829. Óleso sobre lienzo. 254x172cm. Bernardo López Piquer.
Museo del Prado

Muy pocos portugueses saben que la fundadora del Museo del Prado de Madrid fue Maria Isabel de Braganza, lisboeta, hija del rey portugués Don Juan VI y de Carlota Joaquina de Borbón, que se convertiría en reina de España tras casar en 1816 con su tío Fernando VII. Algunos aficionados a la historia, y más particularmente a la historia del arte, llegan a descubrir que el que hoy es considerado uno de los más importantes museos del mundo, se fundó gracias a una portuguesa. Pero a pesar de ser uno de los museos que más visitan los turistas lusos, este importante dato pasa desapercibido para la mayor parte de ellos.
De forma casual Nuno Lima de Carvalho, director de la Galería de Arte del Casino de Estoril, y un gran amante de España, tuvo conocimiento de la noticia. Su nieto participó en la primera Ruta Ibérica que desde hace tres años organiza el periodista Agustín Remesal con jóvenes de los dos países. En una posterior reunión que los “ruteros ibéricos” realizaron a Salamanca visitaron la exposición “El retrato español en el Prado (de Goya a Sorolla)”, cuyo catálogo acabaría siendo un regalo para su abuelo. “Viendo este magnífico libro descubrí el retrato de la reina María Isabel de Braganza, en donde señalaban que era la fundadora del Museo del Prado”, explica Lima de Carvalho a ABC.
Una agradable sorpresa que le llevó a investigar todos los datos relativos posibles. Aficionada a Bellas Artes, Maria Isabel de Braganza practicaba la pintura y según cuentan los biógrafos, logró convencer a su marido para convertir el edificio de Juan de Villanueva, destinado en origen a albergar un Gabinete de Ciencias Naturales, en museo de arte. A Fernando VII le agradó la idea de poder guardar en este espacio todas las obras de arte de la Corona. El retrato que se conserva en el Prado fue pintado por Bernardo López Piquer, hijo de Vicente López. Datado en 1829, fue realizado once años después de la muerte de la reina, que falleció cuando daba a luz. En dicho retrato, Maria Isabel de Braganza apunta con el brazo derecho al edificio del museo que se ve a través de una ventana. Su mano izquierda está apoyada sobre una mesa, por encima de planos del museo. Los historiadores han destacado la importancia de este retrato con el cual la reina está representada como fundadora del museo.

Fachada del Museo del Prado pintada por Goya

Lo más sorprendente para Lima de Carvalho fue descubrir que tantas personalidades portuguesas desconociesen tan relevante hecho, y que incluso la familia de Braganza (Herederos al trono de Portugal) o en la Embajada de Portugal en España no se tuviese constancia de ello. “¿Cómo lograr divulgar la noticia?”, pensó, y entre sus ideas nació la de crear un premio de pintura con el nombre de la reina, que ya ha celebrado su primera edición. Además comenzó a escribir una carta a muchos alcaldes de Portugal, para informarles y al mismo tiempo buscar su apoyo para esta divulgación. El resultado está siendo muy positivo, pues hay ayuntamientos que han decidido dar el nombre de la reina Maria Isabel de Braganza a algún monumento o calle de su ciudad. Otro de los contactos realizados ha sido con la asociación de agencias de viajes, con el fin de poder divulgar la noticia a los turistas portugueses que visitan la capital española.
El cuadro en estos momentos no está expuesto, pero está previsto que vuelva a estar en una de las salas del Prado dentro de unos meses. Lima de Carvalho recuerda que los españoles no olvidan ni esconden el hecho de que haya sido una portuguesa la fundadora del Prado y lamenta que sea desconocido por la generalidad de los portugueses. Se merecía, al menos, “que constase su nombre en la toponimia de los centros urbanos y que su labor fuese registrada en los libros escolares de Historia”.

Belén Rodrígo. ABC Diario. 02-08-2009

EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR.

La erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que recuerda a un bloque de piedra debastado por las olas. Alguna de estas modificaciones son sublimes y añaden una belleza involuntaria, asomada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. La Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo...