“Al igual que la Rusia zarista antes que nosotros, en 1905, luchábamos contra una nación perfectamente armada y adiestrada que no pertenecía a la tradición cultural de Occidente. Era obvio que para los japoneses no existían las convenciones bélicas que las naciones occidentales habían llegado a aceptar como hechos humanos naturales (…) En realidad, el problema principal estaba en la propia naturaleza del enemigo. Debíamos, ante todo, entender su comportamiento para enfrentarnos con él.”
Un ejemplo de esta extrañeza era el comportamiento de los japoneses ante la derrota:
“Durante la campaña en el norte de Birmania, la proporción de prisioneros [japoneses] con respecto a los muertos fue de 142 a 17166; es decir, de 1 a 120. Y de los 142 soldados que se encontraban en los campos de prisioneros, todos, excepto una pequeña minoría, se hallaban heridos o inconscientes cuando fueron apresados (…) En los ejércitos de las naciones occidentales, es un hecho reconocido que las unidades no pueden resistir a la muerte de la cuarta o la tercera parte de sus efectivos sin rendirse. La proporción entre los que se entregan y los muertos es de cuatro a uno.”
Cuatro a uno en occidente, uno a ciento veinte en Japón. Está claro que eran diferentes.
Otro ejemplo: los oficiales japoneses no tenían reparos en sacrificar a sus hombres si con ello conseguían el éxito de una misión. Esto parece inhumanos, pero es que los propios soldados preferían morir a la ignominia de rendirse. El trato que daban los japoneses a sus prisioneros de guerra era atroz, pero sus propios heridos no corrían mucha mejor suerte: no se preocupaban de evacuarlos, y cuando se retiraba el batallón de una posición, el oficial al mando a menudo los mataba de un disparo.
Ante este panorama, el alto mando norteamericano hizo algo muy notable. En lugar de demonizar a los nipones como bestias inhumanas, como ciegos fanáticos, hubo quien pensó que había que intentar entenderlos. Y contrató a Ruth Benedict, que era, junto con Margaret Mead, la antropóloga más brillante del momento, para esa tarea.
No fue fácil: estaban en guerra, y era imposible utilizar la principal herramienta del antropólogo, el trabajo de campo. Benedict lo suplió entrevistando hasta la extenuación a docenas de inmigrantes criados en el Japón. Y empapándose de toda la literatura japonesa que pudo:
“Al revés de lo que sucede con muchos pueblos orientales, los japoneses tienen una gran tendencia a escribir sobre sí mismos. Escribieron sobre las trivialidades de su vida, lo mismo que sobre sus programas de expansión mundial. Y eran notablemente francos. Claro está que no daban una imagen completa. Nadie lo hace. Un japonés que escriba sobre el Japón pasa por alto cuestiones verdaderamente cruciales, pero que son para él tan diáfanas e invisibles como el aire que respira, y lo mismo hacen los norteamericanos cuando escriben sobre los Estados Unidos (…)
Leía esta literatura como Darwin dice que leía cuando estaba trabajando en sus teorías sobre el origen de las especies, anotando todo aquello que no lograba comprender. ¿Qué necesitaría saber para entender la yuxtaposición de ideas en un discurso pronunciado en la Dieta?¿A qué respondía la repulsa de un acto que parecía trivial y la fácil aceptación de otro que parecía ultrajante? Yo leía haciéndome siempre la misma pregunta: Hay algo absurdo en esta imagen. ¿Qué necesitaría saber para entenderla?”
“Esto me parece absurdo, luego no lo entiendo bien”: maravillosa actitud, y sumamente infrecuente.
El resultado de este trabajo se publicó en forma de libro en 1946, con el título de -El crisantemo y la espada-, y fue un éxito inmediato. Aunque la mentalidad japonesa seguramente ha cambiado mucho en sesenta años, sigue siendo una lectura extraordinaria.
Empezaba diciendo que la Segunda Guerra Mundial sirvió para movilizar mucha inteligencia. El 11 de septiembre de 2001 vivimos una agresión en suelo norteamericano sólo comparable a la de Pearl Harbor. Se dice que desde entonces estamos en guerra contra un enemigo formidable y profundamente extraño. Pero no parece que el Pentágono haya contratado a ninguna Ruth Benedict que le ayude a entender al enemigo. Quizá es sólo un ejemplo más del general declive de la inteligencia.
En este libro se le dedican muchas páginas a los concepto de ON y otros derivados como Chu, que supone fidelidad al Emperador, de Gi como actitud correcta o rectitud y Gimu: como las diferentes categorías de compromiso y obligación que tienen los japoneses. Son especialmente interesantes los conceptos de: Ko o piedad filial, Katajikenai o la extraña definición de cuando alguien se siente insultado, Jiriki o la autoayuda que solo depende de las propias potencialidades que se han entrenado para que estas sean eficaces.
Kamikazes