Dice Marguerite que
Anne Lindberg ha dado a los EEUU dos de las buenas obras que ha producido la literatura contemporánea. Escritora brillante, mujer de un aviador célebre y aviadora también ella y madre desdichada, esta mujer pertenece a la leyenda de nuestro tiempo. Pero a ella (Yourcenar) le entristece encontrar afirmaciones que hace Anne en su parecer sobre la guerra:
...No puedo, por tanto, considerar pura y
simplemente esta guerra como una lucha
entre las Fuerzas del Bien y del Mal. Si es-
tuviera que condensarlo todo en una sola
frase, diría más bien que las Fuerzas del
Pasado luchan contra las del Porvenir. Lo
malo es que haya tanto bien en las Fuerzas
del Pasado y tanto mal en las del Porvenir.
Pensamiento prudente y ponderado en un principio, sin duda alguna. Pero para evaluar lo peligroso de semejante reflexión, hay que recordar que la palabra porvenir representa para los EEUU una palabra maestra, la palabra clave de toda una civilización. Este país apenas acaba de salir -y sin duda con pena- de la época ya mítica de los pioneros; para unos recién llegados instalados en una naturaleza todavía hostil, el pasado no ofrecía nada; el presente no era más que una penosa sucesión de esfuerzos; todas las esperanzas de éxito y seguridad se referían forzosamente al porvenir en un país en donde todo, de una vez estaba por organizar o por crear.América ya no se encuentra en ese período heroico: como todos los demás países, ahora posee un pasado como todos los demás países, ahora posee un pasado y un porvenir, pero sus hijos han conservado la costumbre de considerar el porvenir,
ipso facto, como un progreso sobre el pasado. Hacer de los Estados totalitarios los Poderes del Porvenir en lucha contra el Pasado -personificado por Inglaterra- es introducir en las mentes una confusión a favor de esos Estados y significa, lo queramos o no (y Anne Lindbergh sólo lo quiere a medias) darles la razón en nombre de la Historia.
¿Pero es acaso la Alemania de Hitler la representante del porvenir? Ninguna de las fórmulas de la dictadura hitleriana es nueva: la guerra, el nacionalismo exacerbado, el extremismo de las razas llamadas inferiores, la tortura, la policía secreta, el poder concentrado en manos de una facción militar, las revoluciones, y las masacres de palacio, la intolerancia moral y religiosa, el trabajo forzado, el culto fanático al jefe, nada de todo eso es nuevo bajo el tenebroso sol de la historia. Ya Polonia se ve reducida no sólo al estado en que se encontraba durante las famosas Particiones, sino al espantoso caos que siguió a las grandes invasiones tártaras, y Francia, derrotada y humillada, revive los desastrosos tiempos de la Guerra de los Cien Años. No sólo los países donde las libertades cívicas habían dado sus mejores frutos: Holanda, Bélgica, los Estados bálticos y algunos de los Estados escandinavos, retornan a su antigua situación de provincias vasallas, sino que la Alemania victoriosa, renegando del siglo XVIII y de toda una parte del siglo XIX no tiene en lo sucesivo, ideal más actual que el de parecerse lo más posible a la Germania precristiana. Si ésa es la dirección en que van la Fuerzas del Porvenir, simbolizadas por los tanques de tres dictadores, bastarán unas cuantas vueltas de tuerca y la humanidad se encontrará en plena Edad de Piedra.
Bien es verdad que, en nuestros momentos de desaliento, a todos se nos ocurre decirnos que el salvajismo desencadenado ahora en el mundo representa para la humanidad el verdadero porvenir, quizá la única realidad. Dudamos de la noción de civilización: nuestras desgracias nos autorizan a ello. Pero miremos hacia atrás: veamos, por ejemplo, otro de los períodos trágicos de la historia europea, tal vez la más desesperada de todas: las invasiones bárbaras del siglo V, que se reproducen después esporádicamente durante casi cuatrocientos años: no hay duda de que, en la época de la caída de Roma, hubo algunos patricios o algunos letrados pacíficos y desalentados que también debieron decirse que la lucha era vana y que aquellos bárbaros representaban al porvenir. Esos hombres y esas mujeres se percataban de los errores cometidos por la antigua civilización que ellos aún representaban; tal vez les pareciera natural y hasta justo que fuese aplastada, y al mismo tiempo que gemían por las vidas sacrificadas, por el arte y la ciencia perdidos, saludaban al porvenir en marcha con Atila. Pues bien, esos patricios y esos letrados se equivocaban; se equivocaban aunque las apariencias parecieran darles la razón. El mundo grecorromano fue asolado y todos conservamos en la memoria la imagen de los templos en ruinas y de palacios devastados. Pero unas generaciones después de esas catástrofes, aquellas hordas que, según se creía, representaban al porvenir, habían vuelto a sus bosques y a sus estepas o bien se habían asimilado,
in situ, a los vencidos. La vida civil se regía por la ley romana; obispos ordenados por Roma bautizaban a estos últimos paganos germánicos o eslavos, y era el latín, y no el godo o el húnico, la lengua que los niños aprendían en la escuela entre España y el Báltico. Aquellos patricios y clérigos que se creían destinados a desaparecer, se parecían infinitamente más a los hombres del porvenir que los grandes bárbaros blancos supuestamente encargados por Dios de poner fin a una civilización corrompida.
Más tarde, cuando el viejo imperio bizantino acabó por caer a su vez, tras haber hecho frente durante siglos a sus adversarios musulmanes o eslavos, muchas gentes debieron pensar que aquella penosa lucha contra las fuerzas del porvenir había sido inútil. En realidad, la prolongada obstinación de los bizantinos en sobrevivir había permitido que las semillas, a decir verdad muy resecas, de la cultura antigua, de la cual los mismos bizantinos fueron unos mediocres conservadores, germinasen en el nuevo mantillo del Renacimiento, y sus tradiciones religiosas, que en Bizancio nos parecen, a menudo, aquejadas de esclerosis o de puro formalismo, iban a conocer, una vez comunicadas a los pueblos eslavos, un prodigioso reverdecer. Contra el futuro que se presenta ante nosotros vociferante y seguro de sí, habrá que contar siempre con otro porvenir aún en ciernes y cuyo crecimiento debemos proteger. Las crisis de violencia nunca son más que los malos cuartos de hora de la historia; no contribuyen a los más mínimos progresos humanos más de lo que los vendavales contribuyen al crecimiento de las mieses. Después de cada tormenta, la humanidad reanuda humildemente su tarea interrumpida, que consiste precisamente en preservar las fuerzas aún vivas del pasado y en digerir su lenta evolución hacia el mañana.
Anne Lindbergh ha hecho un descubrimiento que a ella misma parece sorprenderla: se ha dado cuenta de que el bien y el mal no eran privativos exclusivamente de un partido o de un pueblo, y de que en todas las cosas humanas cabe lo mejor y lo peor. Todos estamos de acuerdo y a todos nos han dicho, desde la época en que estudiábamos el catecismo, que sólo Dios es impecable. Pero lo importante, en estos momentos y siempre, es saber de qué lado está el porcentaje más elevado del mal. No existe ningún país que no tenga tras de sí un cargado pasivo. Pero por muchas que sean las faltas y los errores cometidos en el pasado y hasta en el presente por Inglaterra y Francia, no por ello debemos olvidar que han hecho sus pruebas asegurando a sus pueblos, más o menos constantemente, un mínimo de orden, de seguridad, de cultura y -si podemos emplear esta hermosa palabra siempre imposible de definir bien- de libertades, si no tal vez de libertad. Lo que se nos ofrece en sustitución de todo esto es la fuerza bruta, la crueldad metódica, a un tiempo francamente glorificada y, en su caso necesario, enmascarada con hipocresía, y finalmente un bárbaro dogmatismo que es, en la historia, el aspecto más irrefutable del mal.
Y es cierto, nadie lo discute, que puede haber belleza en la exaltación apasionada de tal joven nazi y en su total abnegación a su jefe bienamado, aun cuando esa exaltación y esa abnegación lleven dentro su veneno. Aún más, al no ser Hitler, en suma, más que un hombre como los demás, poseerá, sin duda, como todo hombre algunas virtudes más o menos escondidas. Pero no se absuelve a un asesino por las pocas buenas cualidades que posea, ni por los defectos que pudiera tener su víctima. -No se salva a la civilización con la guerra-, dice muy acertadamente Anne Lindbergh; tampoco se la salva dejándose seducir, de entrada, por lo que es su contrario. -Son los países que tienen miedo los que han sido invadidos-, añade. Frase insidiosa, pues de pequeños países pobres y heroicos como Grecia o Finlandia, que han sido invadidos...También los países grandes, que no temieron esclavizar al mundo por creer en su fuerza o en lo que ellos consideran su fuerza, son los que, a la postre, acaban derrumbándose por haber levantado en contra suya demasiadas conciencias o haber perjudicado muchas necesidades e intereses legítimos. Una metáfora harto facilona compara las olas del porvenir con las olas del mar. Lo más cierto que de las olas del mar podemos decir es que rompen golpeando y que, en las orillas, para luego, inexorablemente, retroceder. Así lo quiere el Dios que preside los mares.