martes, 25 de enero de 2011

AHORA LO LLAMAN COACHING


Muchacha griega (Korai)

Con tanta diversificación y aparición de nuevas disciplinas nos olvidamos que la utilización de tanta palabra inglesa enmascara conceptos ya sabidos, y me dirá mi amiga Pilar que es un idioma flexible y por eso la moda de su uso en numerosas materias. Pero como una cosa no quita la otra me he propuesto hacer “arqueología de los significados”. Ahora no me va a venir cualquier conferenciante o experimentado de turno a que se me quede cara de paisaje cuando le escuche decir en este caso –Coaching- por allí o –Coach- por allá. Vamos que ya estaba Sócrates con su Método y Retóricas entrenando al personal para buscarse la vida y que no se la dieran con queso.

Es un tipo de entrenamiento que se da en un entorno dado, consistente en un proceso interactivo (diálogo) y transparente (claro-razonado) mediante el cual el entrenador y la persona implicada buscan el camino más eficaz para alcanzar los objetivos fijados, utilizando sus propios recursos y habilidades.
Este proceso parte de la premisa de que la persona que recibe el entrenamiento es el individuo que cuenta con la mejor información para resolver las situaciones a las que se enfrenta. Por tanto, el entrenador asiste al sujeto a aprender de sí mismo.
El método que empleaba Sócrates era el de la mayéutica o pregunta dirigida, con el que lograba, siguiendo una secuencia lógica de razonamientos y planteando hábilmente sutiles contraejemplos, que el discípulo encontrara su propia respuesta, la cual nunca recibía directamente de Sócrates sino que llegaba a ella como resultado de la investigación conjunta de maestro y discípulo, o grupo de discípulos.
Los problemas sobre los que dialogaba podían ser planteados por cualquiera de los participantes, o por el propio Sócrates. El diálogo socrático se desarrollaba aproximadamente de la siguiente manera:
DISCÍPULO: Sócrates, ¿qué es la virtud? SÓCRATES: ¿Qué crees tú que es la virtud? D: (tras algún titubeo) Creo que la virtud… es obrar bien. S: Ciertamente. Pero, ¿dirías tú que un hombre que obra bien por azar es virtuoso?D: No, no diría tal cosa. Parece que, para ser virtuoso es necesario obrar bien con conciencia de ello. S: Sin embargo, un hombre que obrara bien de manera plenamente consciente, tan sólo porque se lo ordena la ley, ¿es virtuoso?D: Sin duda que no. Al contrario, puede, ciertamente, ser un rufián. S: ¿Qué dirías tú que es la virtud, entonces? D: (tras algún titubeo) Creo, Sócrates, que la virtud consiste en obrar bien por el deseo sincero de hacerlo así, para lo cual no hace falta que la ley lo obligue a uno.S: Has dicho bien.
En este punto podría terminar el diálogo, o derivar, por ejemplo, hacia el problema de la necesidad o no de la existencia de las leyes, o hacia la búsqueda de una definición precisa del “bien”…
Es importante advertir que Sócrates no se limita a hacer preguntas, ni las formula al azar. Parte del principio de que quien se interesa por un problema posee, al menos, un preconcepto del mismo; en alguna parte, en algún contexto, ha tenido noticia de aquello que llama su atención. Alguna idea del concepto, por vaga que sea, debe tener. Sócrates explora primeramente cuál es esa idea, que será el punto de partida de su mayéutica. En el proceso, aprueba la respuesta del alumno cuando es correcta, pero le hace ver si es incompleta o errónea mediante contraejemplos que le hagan razonar adecuadamente. A través de un diálogo en aparente igualdad de condiciones, es Sócrates quien realmente dirige el proceso. El discípulo ignora cuál será el resultado, pero Sócrates sabe muy bien a dónde quiere llegar. Él conoce las respuestas, y guía la indagación del alumno al objetivo previsto.

Cariátide
Entrenar el cuerpo y la mente es aquello tanto admirado por nuestros parientes griegos. De ahí surgía la belleza como equilibrio de virtud. Llegar hasta el final mortal, cultivando (entrenando) ciudadanos libres.
Conseguir la capacidad física para participar y sobrevivir en combate, aprendiendo además las diferentes habilidades que se necesitan en tiempos de conflicto y crisis. Mejorar el rendimiento cotidiano para cubrir y desarrollar nuestras necesidades de supervivencia.
Carrera hacia la meta, resistencia en la lucha y persistencia en el diálogo. Hermosa paideia a la luz de un mar antiguo y un cielo abierto.

domingo, 16 de enero de 2011

SOBRE MUJERES Y HEROES

Ellas en territorio hostil

Estoy de acuerdo, señora mía. Fui injusto cuando dije que madame Bovary era idiota. O cuando lo dijo uno de mis personajes; que es lo mismo, aunque no del todo. Se lo dijo Makarova, la lesbiana dueña de un bar, al cazador de libros Lucas Corso, en 'El club Dumas'. Y como digo, tal vez sea verdad lo de injusto. O cruel. Puede que mi capacidad de compasión disminuya con los años y con el espectáculo -grotesco, inagotable- de la nunca sorprendente estupidez humana, incluida la mía. Y es cierto. Quizá sea injusto enternecerse con don Quijote y despreciar a Emma Bovary. A los dos se les fue la olla creyendo que la vida podía ser como en las novelas baratas; y es verdad que late el mismo idealismo trágico en salir a deshacer entuertos que a buscar una pasión amorosa en un pueblecito de provincias. Hasta ahí, estamos de acuerdo.

Sin duda la peor idiotez de madame Bovary fue el dinero. Entramparse hasta el corsé. Si hubiera tenido sentido común, o recursos económicos, otro habría sido su destino. Pero ni el estatus social ni el momento eran adecuados para una pobre soñadora provinciana. Cuanto tuvo en su vida fueron dos imbéciles y medio: sus dos amantes y el marido. Y por supuesto: si hubieran sido treinta los hombres de su vida, habrían sido treinta imbéciles. También reconozco que es difícil arreglárselas cuando no sólo la satisfacción sexual, sino las posibilidades de sentirse amada y acompañada, dependen de un mundo de hombres que te acusan de puta si lo intentas y de idiota si fracasas. Hay poco espacio ahí para los héroes, en efecto. Para las heroínas. Y resulta una soberbia injusticia pedir a todas las mujeres que se curtan para sobrevivir. Que sean hembras fatales o chicas duras. Que sean Tánger Soto, Lolita Palma o Macarena Bruner; o la Reina del Sur después de haber sido Teresita Mendoza en Culiacán. Es injusto, desde luego, sentir simpatía por Homer Simpson, o por cualquier Manolo de barriga cervecera, y despreciar a doña Maruja por no ser capaz de escupir a la cara y hacerse matar -o matarlo ella a él- por un varón miserable que no le llega ni a la altura del chichi.

Pero ojo. Tampoco admiro a Penélope. Su absurda fidelidad -veinte años de abstinencia y mojama entre las piernas- me saca de quicio; y también me repatea el hígado ese palacio lleno de cortejadores gorrones y abúlicos que ni la violan, ni saquean la casa, ni hacen otra cosa que tumbarse a la bartola mientras ella deshoja la margarita. Creyendo esperar a que la presunta viuda escoja, los cretinos, cuando en realidad lo que hacen es dar tiempo a que Ulises llegue, lo reconozca su perro y tense el arco. Y ella, mientras, tejiendo y destejiendo en plan melindres calientapollas, en vez de llevarse al más guapo o al más rico al catre, o agarrar una escopeta con posta lobera, o lo que usaran en el siglo VIII antes de Cristo, y correrlos a todos a fogonazos hasta la orilla del mar color de vino. Hay muchas cosas notables que se han perdido en la historia de la Humanidad porque las mujeres que habrían podido hacerlas, crearlas, se negaron a acostarse con hombres que les daban asco. Pero también, gracias a esas mujeres que no transigieron -vaya una cosa por la otra-, se han evitado muchas infamias y muchos prescindibles hijos de puta.

Sin duda soy injusto con Penélope, como lo fui con Emma Bovary. Sólo soy un hombre torpe que mira, y que escribe sobre eso. Que tantea intentando comprender, haciendo frente a su estupidez y sus remordimientos de varón con los personajes femeninos que, mejor o peor logrados, habitan el mundo que narro. Pero de algo estoy seguro. A la hora de escoger héroes para mis novelas, prefiero ser injusto a complaciente. Quiero lobas y no ovejas. En tal sentido, estoy seguro de que la mujer lúcida es el único personaje literario apasionante que nos queda, el único héroe posible en el siglo XXI: soldado perdido en un territorio enemigo, de reglas hechas por los hombres. Mujeres intentando sobrevivir, llegar al mar y volver a casa. O encontrarla, al fin. Una casa propia, una vida normal. Heroínas a su pesar, luchando por el derecho, luego, a ser vulgares. Creo que la capacidad de sorpresa que ofrece el héroe masculino está agotada tras veintinueve siglos de literatura. El hombre se repite a sí mismo, o lo que resta de él, mientras que la mujer entró en esta centuria haciendo frente a desafíos nuevos, todavía no escritos. Arriesgándose como los exploradores que antaño se adentraban por la tierra incógnita dibujada en los espacios en blanco de los mapas. Por eso no son tiempos, los míos, de compasión literaria ni de justicia narrativa. A estas alturas, madame Bovary me importa un carajo. Existe, sin duda. Con sus tres o sus treinta imbéciles. Y seguirá existiendo. Pero no pienso escribir sobre ella. Que la compadezcan otros.


"Thalassa, Thalassa"

Arturo Pérez-Reverte. 16 de enero de 2011

martes, 14 de septiembre de 2010

LA INTELIGENCIA COMO ARMA DE GUERRA


Ruth Benedict

En la Segunda Guerra Mundial se movilizaron cientos de miles de reclutas y muchas toneladas de acero y explosivos. Pero también se movilizó, con sorprendente eficacia a veces, mucha inteligencia.

En junio de 1944 la guerra del Pacífico estaba en su apogeo. Dos años y medio de lucha contra los japoneses habían demostrado a los norteamericanos que la victoria no iba a ser nada fácil. No era sólo que los problemas logísticos tuvieran una envergadura inédita (¿hace falta recordar el tamaño del Pacífico?). las autoridades estadounidenses -descorcentadas ante las dificultades para predecir el comportamiento del enemigo en el Pacífico y necesitadas de un repertorio de soluciones para acelerar la victoria primero e institucionalizar la ocupación despues- encargaron a Ruth Benedict un estudio de antropología cultural sobre las normas y valores de la sociedad japonesa. Resultado del trabajo llevado a cabo, El crisantemo y la espada -titulo que hace referencia a las paradojas del carácter y estilo de vida japoneses-se convirtió practicamente desde su aparición hasta el día de hoy en un clásico imprescindible para aproximarse al conocimiento de los complejos patrones de la cultura japonesa, que explican no solo el militarismo de tiempos pasados, sino también la fabulosa expansión pacífica llevaba a cabo por el pueblo japonés desde el final de la segunda guerra mundial.

Un enemigo, además, profundamente extraño. En palabras de Benedict:

Al igual que la Rusia zarista antes que nosotros, en 1905, luchábamos contra una nación perfectamente armada y adiestrada que no pertenecía a la tradición cultural de Occidente. Era obvio que para los japoneses no existían las convenciones bélicas que las naciones occidentales habían llegado a aceptar como hechos humanos naturales (…) En realidad, el problema principal estaba en la propia naturaleza del enemigo. Debíamos, ante todo, entender su comportamiento para enfrentarnos con él.”

Un ejemplo de esta extrañeza era el comportamiento de los japoneses ante la derrota:

Durante la campaña en el norte de Birmania, la proporción de prisioneros [japoneses] con respecto a los muertos fue de 142 a 17166; es decir, de 1 a 120. Y de los 142 soldados que se encontraban en los campos de prisioneros, todos, excepto una pequeña minoría, se hallaban heridos o inconscientes cuando fueron apresados (…) En los ejércitos de las naciones occidentales, es un hecho reconocido que las unidades no pueden resistir a la muerte de la cuarta o la tercera parte de sus efectivos sin rendirse. La proporción entre los que se entregan y los muertos es de cuatro a uno.”

Cuatro a uno en occidente, uno a ciento veinte en Japón. Está claro que eran diferentes.
Otro ejemplo: los oficiales japoneses no tenían reparos en sacrificar a sus hombres si con ello conseguían el éxito de una misión. Esto parece inhumanos, pero es que los propios soldados preferían morir a la ignominia de rendirse. El trato que daban los japoneses a sus prisioneros de guerra era atroz, pero sus propios heridos no corrían mucha mejor suerte: no se preocupaban de evacuarlos, y cuando se retiraba el batallón de una posición, el oficial al mando a menudo los mataba de un disparo.
Ante este panorama, el alto mando norteamericano hizo algo muy notable. En lugar de demonizar a los nipones como bestias inhumanas, como ciegos fanáticos, hubo quien pensó que había que intentar entenderlos. Y contrató a Ruth Benedict, que era, junto con Margaret Mead, la antropóloga más brillante del momento, para esa tarea.
No fue fácil: estaban en guerra, y era imposible utilizar la principal herramienta del antropólogo, el trabajo de campo. Benedict lo suplió entrevistando hasta la extenuación a docenas de inmigrantes criados en el Japón. Y empapándose de toda la literatura japonesa que pudo:

Al revés de lo que sucede con muchos pueblos orientales, los japoneses tienen una gran tendencia a escribir sobre sí mismos. Escribieron sobre las trivialidades de su vida, lo mismo que sobre sus programas de expansión mundial. Y eran notablemente francos. Claro está que no daban una imagen completa. Nadie lo hace. Un japonés que escriba sobre el Japón pasa por alto cuestiones verdaderamente cruciales, pero que son para él tan diáfanas e invisibles como el aire que respira, y lo mismo hacen los norteamericanos cuando escriben sobre los Estados Unidos (…)
Leía esta literatura como Darwin dice que leía cuando estaba trabajando en sus teorías sobre el origen de las especies, anotando todo aquello que no lograba comprender. ¿Qué necesitaría saber para entender la yuxtaposición de ideas en un discurso pronunciado en la Dieta?¿A qué respondía la repulsa de un acto que parecía trivial y la fácil aceptación de otro que parecía ultrajante? Yo leía haciéndome siempre la misma pregunta: Hay algo absurdo en esta imagen. ¿Qué necesitaría saber para entenderla?”


“Esto me parece absurdo, luego no lo entiendo bien”: maravillosa actitud, y sumamente infrecuente.
El resultado de este trabajo se publicó en forma de libro en 1946, con el título de -El crisantemo y la espada-, y fue un éxito inmediato. Aunque la mentalidad japonesa seguramente ha cambiado mucho en sesenta años, sigue siendo una lectura extraordinaria.

Empezaba diciendo que la Segunda Guerra Mundial sirvió para movilizar mucha inteligencia. El 11 de septiembre de 2001 vivimos una agresión en suelo norteamericano sólo comparable a la de Pearl Harbor. Se dice que desde entonces estamos en guerra contra un enemigo formidable y profundamente extraño. Pero no parece que el Pentágono haya contratado a ninguna Ruth Benedict que le ayude a entender al enemigo. Quizá es sólo un ejemplo más del general declive de la inteligencia.

Benedict quería averiguar por qué los japoneses estaban perdiendo la guerra y seguian dispuestos a morir antes que dejarse capturar. Le desconcertaban las paradojas que observaba: un pueblo que podía ser cortés e insolente a la vez, rígido y al mismo tiempo permeable a las innovaciones, sumiso y sin embargo difícil de controlar desde arriba, leal y a la vez capaz de traicionar, disciplinado y, en ocasiones insubordinado,dispuesto a morir por la espada y a la vez tan afectado por la belleza del crisantemo.

En este libro se le dedican muchas páginas a los concepto de ON y otros derivados como Chu, que supone fidelidad al Emperador, de Gi como actitud correcta o rectitud y Gimu: como las diferentes categorías de compromiso y obligación que tienen los japoneses. Son especialmente interesantes los conceptos de: Ko o piedad filial, Katajikenai o la extraña definición de cuando alguien se siente insultado, Jiriki o la autoayuda que solo depende de las propias potencialidades que se han entrenado para que estas sean eficaces.

El japonés también tiene un extremado sentido de lo que es capaz de hacer y debe hacer sumado a un extraordinario sentido del deber y a eso se le podría llamar (jiriki) o la autoayuda que solo depende de las propias potencialidades que se han entrenado para que estas sean el máximo de eficaces. Dice Benedict: en la batalla el espíritu(y la voluntad) superaba incluso el hecho físico de la muerte. Una emisión radiofónica explicaba el heroísmo de un piloto y el milagro de su conquista de la muerte: Resumiendo el mensaje es que un capitán que pilotaba un avión fue de los primeros en llegar a la base , allí contó uno a uno todos los aviones de su escuadrilla que iban llegando, cuando acabó con el recuento que era su obligación como capitán cayó desplomado y muerto. Los aviadores se acercaron y descubrieron que su cuerpo estaba frío y que tenía una herida, es decir que hacía unas horas que había muerto en el combate y sin embargo su espíritu, voluntad y fortaleza le permitieron" vivir" hasta cumplir su misión.

Kamikazes

martes, 25 de mayo de 2010

MARÍA DESCUBRIÓ A MONTAIGNE


María de Gournay nace en París el 6 de octubre de 1565. Su padre Guillaume Le Jars, tesorero real, fallece en 1578 cuando la joven María apenas tiene 13 años, siendo esta la mayor de seis hermanos. Desde entonces su madre, Jeanne de Hacqueville, desatiende las manifiestas inquietudes intelectuales de su hija, formándola para la economía doméstica y la crianza dentro del más estricto "código femenino" de la época. Sin embargo este destino no contentaba a María, razón por la cual, se inicia en el aprendizaje del griego y del latín de forma totalmente autodidacta a través de la comparación de textos clásicos con sus traducciones. Tradujo obras de Salustio, Ovidio, Virgílio y Tácito.

Alternando lecturas clásicas con los textos de su época es como a la edad de dieciocho años, María descubre la primera edición de los Ensayos de Miguel de Montaigne que le provocarían una profunda epistemofilia por el filósofo.


En 1586 la familia se traslada a Gourney, al señorío que su padre compró antes de morir, pero dos años más tarde, en 1588, durante una breve estancia de María en París, esta hace llegar a Montaigne una carta en la que le traslada su deseo de conocerle. El encuentro se produce un día más tarde y desde entonces se inicia una de las relaciones más fructíferas y ambigüas que ha conocido la historia del pensamiento. Montaigne no dudó en llamarla "fille d'alliance" (en los Ensayos, libro II, capítulo XVII, "De la presunción"), denotando una admiración que explicará el gran intercambio intelectual que producirá en los años posteriores el encuentro. Montaigne no duda en trasladarse grandes temporadas a la mansión de Gournay-sur-Aronde donde discuten sobre su obra. Fruto de estos encuentros María de Gournay escribe en 1594 su primera gran obra, Le Proumenoir(1). Tras la muerte de Montaigne en 1592, su familia le encomienda a María la revisión de los Ensayos, comenzando así su labor de escritora. De este trabajo nace el prólogo a la edición de 1595 y las posteriores ediciones de la obra en 1598 y 1641.

En 1699 se traslada a París y comienza a fomentar los círculos intelectuales de la época de la mano de Henri Louis Harbert de Montmor y Juste Lipse, que la presenta como una "mujer leída". A pesar de las dificultades de una mujer d la época para recibir el reconocimiento y la estima en el plano del pensamiento, María conecta con la alta esfera de la sociedad y de la política parisiense consiguiendo así la protección y el mecenazgo de la Reina Margot, Enrique IV, María de Médicis, Luis XIII, la marquesa de Guercheville o el mismo Richelieu, quien ofrece a María una pequeña pensión real que le permite el privilegio de poder editar sus propias obras. Como mujer, María fue a menudo objeto de ataques personales y de crítica infundada de su trabajo. Como católica, fue hostil al movimiento protestante, pero se mantuvo cercana a liberales como Théophile de Viau, Gabriel Naudé, Francois de la Mothe Le Vayer, a quien dejaría su biblioteca, que ella misma había recibido de Montaigne (quien a su vez la había heredado de La Boetié). En 1690 se involucró en el debate sobre el asesinato de Enrique IV y en defensa de los jesuitas.

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Biblioteca de Montaigne

Defensora de Ronsard y la tradición de la Pléyade y agresora de Racan y la escuela de Malherbe, reunió todas sus obras en La sombra de la señorita Gournay (1626). Su estilo es vigoroso e independiente. En Adieu de l'ame du roi á la reine Marie de Médicis (1610), escribió: "El pueblo es la gloria y la grandeza de los reyes y no al revés".

En Igualdad de hombres y mujeres (1622), hace una crítica amarga de la condición femenina de su tiempo. De forma inconsciente y a pesar de su devoción por Montaigne, con su actitud agresiva y un poco pedante alentaba a los detractores del autor de los Ensayos. Sin embargo, gracias a su vida y a su obra, marca un hito en el humanismo femenino entonces naciente.

Su extensa y diversa obra, que abarca temas como la educación, la política o el análisis comparado de textos queda recogida en sus dos compilaciones magnas, L'ombre de la Demioselle de Gournay, de 1626 y Le Advis, ou les Presens de la Demoiselle de Gournay de 1534.
El 13 de julio de 1645, María muere a la edad de 79 años.

NOTAS:
(1) Se publicó por ese tiempo, y aunque no fue un éxito comercial o crítico en el momento, se considera una de las primeras novelas psicológicas. Su trama trata de una princesa Persa, Alinda, que se resiste a la perspectiva de un matrimonio arreglado...

martes, 11 de mayo de 2010

CONJETURAS SOBRE UN SABLE


Soy de los que no encuentran raro el comportamiento disparatado de un niño pequeño. Creo que los ademanes y muecas, las carreras sin objeto aparente, los ruidos y movimientos, volteretas, extrañas miradas y actitudes de esos infatigables locos cariocos no son casuales, sino que responden a impulsos concretos y a razonamientos impecables. Cada vez que asisto a la conversación de un mocoso me asombran la firmeza de sus convicciones, la honradez intelectual y la lógica in-sobornable que articula su mundo. Un mundo coherente que tiene sus reglas propias. Los incoherentes, los dispersos, los confusos, somos nosotros: los adultos embrollados en turbias inconsecuencias; y que, por haberlos olvidado, desconocemos los códigos tan rectos, tan intachables, que rigen el universo de nuestros cachorros.


Hoy pienso de nuevo en eso, pues camino por la acera observando a un niño que va delante, agarrado a la mano de su madre. Tendrá unos tres años y aún camina con esos andares torpes, en apariencia aleatorios y ensimismados de los críos pequeños: sigue un ritmo de pasos propio y de cadencia indescifrable, pisa esta baldosa, evita aquélla, se aparta tirando de la mano de la madre o hace un quiebro y se coloca detrás. También emite sonidos ininteligibles hinchando los mofletes. Parece, en fin, como todos los malditos enanos, majareta total: unas maracas de Machín dentro de un anorak con los Lunnis estampados. Para rematar la pinta de jenares, camina con un sable de plástico metido entre la cremallera del anorak. El sable lo lleva con absoluta naturalidad, sin darle importancia, como sólo un niño pequeño o un espadachín profesional pueden llevarlo. Nada incongruente en su aspecto: un crío con sable, de los de toda la vida, antes de que los soplapollas y las soplapollos políticamente correctos nos convencieran de que la igualdad de sexos y el pacifismo se logran haciendo que futuros albañiles, sargentos de la Legión o percebeiros gallegos jueguen a cocinillas con la Nancy Barriguitas.

El caso es que durante un trecho veo caminar al niño con la cabeza baja, mirándose muy atento los pies. Y de pronto, en una especie de arrebato homicida, extrae el sable del anorak y, esgrimiéndolo con denuedo, empieza a asestar mandobles terribles al aire, con tal entusiasmo que al cabo tropieza, trabándose con el arma, sostenido por tirones impacientes de la madre. Inasequible al desaliento, en cuanto recobra el equilibrio vuelve a sacudir sablazos a diestro y siniestro, dirigidos a cuanto transeúnte se pone a tiro. La madre lo reconviene, zarandeándolo un poco, y ahora el tiñalpilla camina un trecho cabizbajo, el aire enfurruñado, arrastrando la punta del sable por la acera. Pero un cartero se acerca de frente, arrastrando su carrito amarillo, y la tentación es irresistible. Así que el enano mortífero alza de nuevo el sable, hace una parada como si se pusiera en guardia, y le tira un viaje al cartero, que da un respingo. El segundo mandoble intenta atizárselo a un chico joven de mochila que viene detrás, pero el otro, con una sonrisa divertida, se aparta de improviso, el sablazo se pierde en el vacío, y el niño, todavía agarrado por la otra mano a su madre, gira en redondo sobre sí mismo y cae medio sentado al suelo. Bronca y confiscación del arma letal. Ahora madre e hijo reanudan camino, mientras éste, lloroso, cautivo y desarmado, mira a los transeúntes con evidente rencor social.
–Quizá su hijo tenga razón –le digo a la señora al ponerme a su altura.
Me mira sorprendida. Suspicaz. Así que sonrío, señalo al enano, que me estudia desde abajo como diciéndose «no sé quién será éste, pero cuando recupere el sable se va a enterar», y añado:
–A lo mejor sólo intenta defenderla.
La madre me observa un instante, aún confusa. Al fin, sonríe a su vez.
–Puede ser –responde.
–Tal como se presenta el futuro, yo le devolvería el sable.

Saludo con una inclinación de cabeza y sigo camino, adelantándome. Al rato, cuando hago alto en un semáforo, me alcanzan de nuevo. Los miro de soslayo y compruebo que el diminuto duelista lleva otra vez el sable de plástico metido en el anorak. Entonces el semáforo se pone en verde y cruzo la calle, riendo entre dientes. A fin de cuentas, concluyo, un sable puede ser tan educativo como un libro. Según quién te lo ponga en las manos.


Arturo Pérez-Reverte. El Semanal 11 de febrero de 2007

martes, 23 de marzo de 2010

DE CIENCIA A POÉTICA. CARTAS A UNA PRINCESA ALEMANA (LEONARD EULER)


Siempre dudé entre elegir el bachillerto de ciencias o de letras. Al final opté por el primero pero en COU seguí dudando y elegí las humanidades para embarcarme en la licenciatura de geografía e historia. Es una combinación del espacio y el tiempo con cierta tangencialidad entre una cosa y otra. Por eso me ha encantado encontrar esa pista que Arturo Pérez-Reverte estampa en la dedicatoria de su nueva novela -El asedio- sobre un fragmento de Las cartas a una princesa alemana de L. Euler.
«La pesantez o gravedad es una propiedad de todos los cuerpos terrestres e incluso de la luna. Por la pesantez, la luna es impulsada hacia la tierra, que modifica su movimiento de la misma manera que modifica el movimiento de una bala de cañón o de una piedra lanzada con la mano. Debemos este importante descubrimiento al difunto señor Newton. El gran filósofo y matemático inglés se hallaba un día tumbado en un jardín, bajo un manzano, una manzana le cayó en la cabeza y le permitió realizar muchas reflexiones. Concibió que la pesantez había hecho caer la manzana, después de ser desgajada de la rama quizás por el viento o alguna otra causa. Esta idea parecía muy natural, y cualquier campesino hubiera hecho la misma reflexión; pero el filósofo inglés fue más lejos. Es necesario, pensó, que el árbol fuera alto; y esto le hace formularse la pregunta de si hubiera caído la manzana abajo en el caso de que el árbol fuera todavía más alto. De ello no podía dudar.

Pero si el árbol hubiera sido tan alto que llegara hasta la luna, se encontraría indeciso en decidir si la manzana caería o no. En caso de que cayese, lo que le parecía en todos los aspectos muy verosímil, pues no se puede concebir un límite en la altura del árbol en el que la manzana no cayese; en este caso, se precisaría que tuviera algún peso que la impulsara hacia la tierra; luego si la luna se encontrase en el mismo lugar, sería impulsada hacia la tierra por una fuerza semejante a la de la manzana. Sin embargo, como la luna no le cayó en la cabeza, comprendió que el movimiento podría ser la causa, de la misma manera que una bomba puede pasar por encima de nosotros sin caer verticalmente hacia abajo. Esta comparación del movimiento de la luna con el de una bomba le determinó a examinar más atentamente la cuestión, y, ayudado por los recursos de la más sublime geometría, encontró que la luna seguía en su movimiento las mismas reglas que se observan en el movimiento de una bomba; de manera que si fuera posible lanzar una bomba a la altura de la luna y con la misma velocidad, la bomba tendría el mismo movimiento que la luna. Señaló únicamente esta diferencia: el peso de la bomba a esa distancia de la tierra sería mucho menor que aquí abajo. Vuestra Alteza(1) observará, por este relato, que el principio del razonamiento del filósofo era muy simple, y no difería apenas del de un campesino, aunque después se elevó infinitamente por encima. Luego es una extraordinaria propiedad de la tierra, que todos los cuerpos que se encuentran, no sólo en ella, sino también los muy alejados, hasta la distancia de la luna, les impulsa una fuerza hacia el centro de la tierra; y esta fuerza es la gravedad, que disminuye según los cuerpos se alejan de la superficie de la tierra. El filósofo inglés no se detuvo aquí: como sabía que los cuerpos de los planetas son totalmente semejantes a la tierra, concluyó que los cuerpos en los alrededores de cada planeta son pesados, y la dirección de esa pesantez tiende hacia el centro del planeta. Tal pesantez sería quizás más o menos grande que en la tierra, de manera que un cuerpo de cierto peso entre nosotros, al ser transportado a la superficie de un planeta, tendrá allí un peso más o menos pequeño. Por último, la fuerza de gravedad de cada planeta se extiende también a grandes distancias alrededor; y como vemos que el planeta Júpiter tiene cuatro satélites y Saturno cinco, que se mueven alrededor de ellos como la luna alrededor de la tierra, no se puede dudar que el movimiento de los satélites de Júpiter no sea moderado por su pesantez hacia el centro de Saturno. Pero, de la misma manera que la luna se mueve alrededor de la tierra y los satélites alrededor de Júpiter o de Saturno, todos los planetas se mueven alrededor del sol; de donde Newton obtuvo esta famosa consecuencia: el sol está dotado de una propiedad semejante de pesantez y todos los cuerpos que se encuentran alrededor son impulsados hacia el sol por una fuerza que podría llamarse gravedad solar. Esta fuerza se extiende muy lejos alrededor del sol, y hasta más allá de todos los planetas, pues modifica su movimiento. El mismo filósofo por la fuerza de su espíritu encontró el medio de determinar el movimiento de los cuerpos, cuando se conoce la fuerza por la que son impulsados; luego, puesto que había descubierto las fuerzas que impulsan a los planetas, estaba en condiciones de proporcionar una justa descripción de sus movimientos. En efecto, antes de este gran filósofo, se tenía una profunda ignorancia sobre el movimiento de los cuerpos celestes; y sólo a él debemos las grandes luces que ahora gozamos en astronomía. Vuestra Alteza estará sorprendida por los grandes progresos que todas las ciencias han obtenido de un principio tan simple y leve. Si Newton no se hubiera tumbado en el jardín bajo un manzano, y no hubiera caído por azar una manzana en su cabeza, quizás nos encontraríamos en la misma ignorancia sobre el movimiento de los cuerpos celestes y sobre una infinidad de fenómenos que dependen de ellos. Esta materia merece toda la atención de vuestra Alteza, y me satisface hablar en la próxima sobre el mismo tema.»


Resulta de estos diferentes textos, que a los ojos de Newton (que tiene sumo derecho a ser escuchado, cuando se trata de la naturaleza de la atracción), dicho fenómeno era probablemente el efecto de una causa mecánica, obrando con arreglo a las leyes generales del movimiento, aunque no posea bastante número de experimentos para que pueda afirmar nada de su naturaleza. Algunos de los más grandes sabios del siglo XVIII han adoptado la misma opinión: Euler, por ejemplo, el cual, defendiendo con calor la ley de Newton contra los cartesianos, admitía, sin embargo, con éstos que todos los fenómenos del movimiento se explican mecánicamente, y rechazaba la idea de una atracción a distancia como una cualidad oculta resucitada por los escolásticos. He aquí lo que nos dice Euler con este objeto:

«Es un hecho demostrado por las más sólidas razones que en todos los cuerpos celestes reina una gravitación general, en virtud de la cual son rechazados o atraídos unos hacia otros, y que esta fuerza es tanto mayor cuanto más próximos se hallan entre sí. Semejante hecho no puede ponerse en duda, pero no están conformes sobre sí se le debe llamar una impulsión o una atracción, aunque el nombre no cambie lo más mínimo la cosa. Vuestra Alteza sabe que el efecto es el mismo, ya se empuje un coche por detrás, o sea arrastrado por delante; así el astrónomo, atento tan sólo al efecto de esta fuerza, no se cuida de si los cuerpos celestes son rechazados unos hacia otros o se atraen mutuamente, de la misma manera que no se toma cuidado sobre si la tierra atrae los cuerpos, o si son éstos rechazados por una causa invisible. Pero si se quiere penetrar en los misterios de la naturaleza, es muy importante saber si los cuerpos celestes obran unos sobre otros por impulsión o por atracción; si es alguna materia sutil e invisible que obra sobre ellos y los rechaza unos hacia otros, o si se hallan dotados de una cualidad latente u oculta por medio de la cual se atraen mutuamente. Los filósofos se encuentran divididos en este punto; los partidarios de la impulsión se llaman impulsionistas, y los de la atracción atraccionistas. M. Newton se inclinaba mucho hacia los últimos, y en la actualidad casi todos los ingleses pertenecen a este bando. Convienen ellos en que no existen cuerdas ni máquinas que ordinariamente se empleen para tirar, y de las cuales pudiera servirse la tierra para causar la pesadez, menos aún descubren entre el sol y la tierra algo que nos indujera a creer que aprovechaba al primero para atraer a ésta. Si se viese seguir un coche a los caballos sin estar éstos uncidos, y no se observasen cuerdas ni ninguna otra cosa propia para mantener la comunicación entre el carruaje y los animales: no se diría que aquél fuese arrastrado por éstos, más bien deberíamos admitir que existía alguna fuerza impelente, aún cuando nada se pudiera observar, a menos que fuese obra de hechicería».


Estos fragmentos están extraídos de unas de las doscientas cartas dirigidas a Federica Carlota Ludovica von Brandenburg Schwedt, princesa de Anhalt Dessau y más tarde abadesa del convento de Herford. Leonhard Euler, amigo de su padre, las escribió todas ellas dirigidas a la princesa desde Berlín, yendo fechadas entre 1768 y 1772. Constituyen un epítome general de temas que abarcan la ciencia, la filosofía, la teología o la música; tratados con sencillez y sin entrar en justificaciones matemáticas, que certifican una vez más la categoría de sabio universal del suizo.

martes, 2 de febrero de 2010

PIONERAS DEL OESTE


La palabra Western significa literalmente occidental, que es la dirección que siguieron los colonos de la costa Atlántica en busca de nuevas tierras. Es por eso que las películas del Oeste, o de indios y vaqueros, se las conoce con el nombre de Western.
La conquista del Oeste fue en realidad la expansión imperialista de los estados de la Union. Convencidos por la campaña propagandistica del gobierno, el Oeste se convirtió en la tierra de las grandes oportunidades. Hasta ella llegaron gentes de todo el mundo en busca de las bondades de la nueva patria. Todos ellos, junto a los colonos estadounidenses, compitieron por el control de esta nueva tierra. Caravanas de colonos, pioneros que se adentran en mundos inhóspitos.
La mujer y la familia aparecen retratadas como elementos indispensables para consolidar la Conquista del Oeste, y alimentar de vida y esperanza unas tierras que estaban por civilizar. La mujer representa ese elemento civilizador en un mundo primitivo, esencial para dotar de estabilidad un entorno duro y lleno de riesgos, siendo muy importante su papel en la frontera.
El perfil que aquí me interesa es el de la mujer fuerte, pionera, vital para el asentamiento y el progreso de las comunidades. Muchas de ellas se caracterizan por su rebeldía, erigiéndose en mujeres orgullosas, autosuficientes.
En películas como –Caravana de mujeres- juegan un rol distinto al tradicional. Su acción transcurre en 1850, cuando 150 mujeres viajan desde Chicago hasta California, a contraer matrimonio con hombres de allí, a los que previamente habían escogido por medio de fotografías y repoblar una localidad granjera de hombres solitarios. Ellas pasarán diversas calamidades en el largo viaje por las montañas rocosas y el desierto, en el que les guía Buck Wyatt, que había servido en las campañas contra los indios. Hay que recordar que, en ese tiempo, las caravanas se convirtieron en algo habitual en el oeste ya que los colonos, en sus carretas, solían dirigirse a los territorios de la costa del Pacífico y Nevada para explorar o instalarse en esos lugares aún sin dueño. Robert Taylor está en su salsa entre tanta mujer, y escenas como el ataque de los sioux están resueltas con un impecable nervio de tensión narrativa.
En este western podemos ver cómo las componentes de la caravana, solteras y viudas de diferentes procedencias y extractos sociales pero todas ellas muy “femeninas”, recorren largas y agotadoras caminatas a pie, guían a las mulas, tiran de los carros cuando es necesario, disparan armas de fuego, etc., e incluso se pelean a tortazos y dejan tirados por el camino (cuando es necesario desembarazarse del lastre) sus preciados objetos de ajuar (vestidos, muebles...). Este viaje les costará a muchas la vida, pero demostrará al protagonista, un misógino Robert Taylor , que las mujeres son tan capaces y valientes como sus compañeros varones.
Para el género western, pues, estas mujeres de carácter no solamente resultan sumamente atractivas, sino también beneficiosas. En cierto modo, muchas producciones constituyen un canto a la emancipación femenina (lógicamente, dentro de los marcos de corrección de cada época), puesto que plasman el Oeste como el lugar idóneo donde las mujeres pueden liberarse de muchas de sus ataduras. Asimismo, el viaje y posterior asentamiento en estos territorios supone, para muchas féminas, el aprendizaje y realización de trabajos propios de hombres.
Otro factor importante que nos muestra es la escasez de mujeres en las regiones del Oeste. Este hecho cierto, se sumó a la concepción del Oeste como un lugar de transformación.
Una caravana pasional retratada al viento desafiante de los grandes espacios del Western de toda la vida. Mujeres maravillosas de sentimiento y pasión, que parten en busca, no de oro, sino de un territorio donde emprender una nueva vida, no por más desconocido, menos deseado, enfrentándose a múltiples peligros, acabarán, irremediablemente, por destripar nuestras entrañas, después de ver esta historia, tan impresionantes como la Odisea de Ulises (bien que menos mitológicos) que ilustra a la perfección la creciente voluntad femenina cuando se deja prender por el secreto acto de sus más íntimas emancipaciones, y que, por supuesto, significaba un bocado demasiado indigesto para aquellas beatitudes reinantes en el coto cerrado (a la mujer) del durísimo Oeste Norteamericano. Esa gigantesco "women´s convoy" será así capaz, ante los ojos asombrados del super macho Taylor, de dar vida a un orden personal nuevo, férreo, y obsesivamente fetichista en cuanto se refiere a sus sueños domésticos. Mujeres que se enfrentan a la pirueta milagrosa de una búsqueda voluptuosa en el puritano siglo del revólver, pétreo como Mr. Robet, desprovisto de tonos lastimeros, y en las que, pese a las arenas movedizas de un paisaje aterrador, sobre el que gravita un sol que cae a plomo, la muerte (ataques indios incluídos), y todo el horror de una Naturaleza, tantas veces fantasmal y cruel, persistirán hasta el fin en el factor esencial a que las arrastra esa imparable y valiente sensación física (también anímica) que promueve el deseo de ser amado.Todo lo asume Wellman con una gran honestidad y pocos medios. Hay un rincón para cada protagonista enfrentado a sus problemas personales. Un durísimo Robert Taylor, quizás en uno de su mejores papeles. Una arrebatadora Denise Darcel y una inolvidable, gigantesca (en todos los sentidos) Hope Emerson que amortiguará los efectos devastadores de gran parte del tremendo viaje (o via crucis). El resto del elenco femenino es igualmente sensacional.

Un western anticonvencional para su tiempo, por la importancia que tienen las mujeres en su acción.

lunes, 11 de enero de 2010

AQUELLA COSTUMBRE DE "LLEVARSE A LA NOVIA"

Leyendo un artículo de Joan Frigolé sobre esa costumbre de llevarse a la novia, recordé una historia que contaba la abuela Rosario de como su hermano Manuel se fugó con Margarita después de ir al pueblo de ella y decirle –te llevo conmigo- . Me imaginaba la escena final de la película “Río sin retorno” en la que Robert Mitchum entra al Saloom y toma a Marlyn Monroe como si fuera un saco de patatas.


Por lo visto esta tradición se daba en las zonas de Levante y Andalucía. Era una forma de esquivar el ritual de la boda y todo lo que ella generaba o tal vez por la oposición al noviazgo de alguna de las familias. La mayoría de las veces era una mera puesta en escena incluso para los parientes que aparentaban disgusto y pesar. Al final los novios visitaban a la familia de ella para recibir el consentimiento paterno y este darle su aprobación sin remedio pues se suponía que la novia ya no era virgen.
La mayoría de las veces esa unión no pasaba por la iglesia aunque la comunidad ya la consideraba un matrimonio en toda regla, pues entendían que al fugarse esa relación era legítima.

Representación del rapto de Europa en una pintura romana hallada en Pompeya. Nápoles, Museo Arqueológico Nacional.

Esta decisión de arrebato hacia el otro sexo no siempre ha sido consentida por la mujer complaciente en el –llévame contigo- . En la mitología y el cuento se reflejan el imaginario de hechos concretos a raptos por deseo o botín de guerra, ellas iban a la fuerza, o engañadas con el enmascaramiento. Pero en algunos casos se daba ese dicho de que “el roce trae el cariño” y sino, ahí tenemos a la señora del Averno –Perséfone- . Raptada en un descuido otoñal y llevada a ultratumba por el que luego fue su esposo –Hades-, o trasladándonos a una refriega más contemporánea -Átame- en la que Antonio Banderas conquista el amor de Victoria Abril a lo “Síndrome de Estocolmo



En resumen: el que la sigue la consigue y la historia o la victoria es del que resiste.

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domingo, 6 de diciembre de 2009

EL REFLEJO DEL SABLE

El otro día la camarada Sianeta nos recordó los últimos momentos de Margaretha, la Mata Hari convertida en leyenda y que ya forma parte de nuestro imaginario colectivo. Ella fue el chivo expiatorio necesario para justificar unos sucesos por parte de algunos. Su torpeza al pretender ser un agente doble para reemplazar lo que ya no era la convirtió en víctima de su propia historia. Jugando en un mundo de hombres con sus propias reglas que la llevó a la boca del lobo. Subestimar al enemigo y no creer que tu protector puede convertirse en tu verdugo cuando el grupo tribal está por encima de él.

Ya no era una niña. En aquel amanecer que imaginamos con niebla baja y las botas de los soldados resonando rítmicamente en la tierra húmeda del bosque de Vincennes, Margaretha Geertruida Zelle rondaba, ya, los cuarenta años. Había sido hermosa, mucho. Tal vez aún lo era, y al oficial que mandaba el piquete –diez balas, una de fogueo al azar como coartada para las conciencias pusilánimes – quizá se le atragantó una fracción de segundo la voz de fuego. Era un 15 de octubre del año 1917. Algo más al este, al otro extremo de Europa, se desencadenaba una tormenta que alteraría durante tres cuartos de siglo el curso de la Historia, y, sin ir tan lejos, aquel mismo día iban a dispararse aún muchas más balas en otros lugares del continente. Centenares de hombres y de mujeres habrían de morir sin tanta ceremonia antes de la puesta de ese sol que – aún eran las 6.30 de la mañana – iluminaba tímidamente el último acto tranquilo, estúpido y gris del drama: un cuerpo de mujer tendido en el suelo, unos militares de bigotes engomados, quepis con galones y estrellas y porte grave – Mais oui, Duppont, c’est terrible mais c’est la guerre –, y un oficial demasiado pálido – no dan medallas por ajusticiar a mujeres – que disparaba el tiro de gracia procurando ejecutar los tiempos reglamentarios con la adecuada marcialidad castrense. Francia en particular y las potencias aliadas en general podían respirar tranquilas, y los periódicos y revistas ilustradas, lanzar ediciones especiales. Mata Hari, la espía, iba a seguir bailando en los infiernos. Entendámoslo. Era un mal año; hasta Proust se creía obligado a conducir ambulancias. Tras la reconquista de los fuertes de Verdún a finales del anterior, los aliados habían hecho retroceder a las tropas del káiser hasta la línea Sigfrido; pero desde marzo los estrategas de las potencias occidentales no daban una a derechas. Inclinados sobre sus mapas, barajando cientos de miles de vidas con la insensata irresponsabilidad de quien redacta su propia hoja de servicios mientras moja la pluma en sangre ajena, matarifes con monóculo obsesionados por el bastón de mariscal alfombraban senderos de gloria con cadáveres y más cadáveres inútiles. Tras el fracaso de la ofensiva sobre Arras, las tropas británicas(1) seguían inmovilizadas en el barro de Flandes. En cuanto a los franceses, después del desastre en las ofensivas del Aisne y la Champaña, el general Nivelle había sido relevado del mando, incapaz de reprimir el motín ocasionado en el ejército como eco de las huelgas metalúrgicas de los obreros de París. Y en los cafés, tertulias y salones de retaguardia, los emboscados que no conocían el frente más que por referencias, los estraperlistas, las esposas de los generales y los capitanes de Estado Mayor que les hacían la corte, las actrices de moda, los banqueros y políticos de zancadilla siempre lista, las putas de lujo y los periodistas a sueldo, por citar sólo unos cuantos, pedían cabezas de turco entre Moet y Moet o absenta y absenta, según las posibilidades y los casos. Y alguien tenía que pagar los platos rotos. Lo que son las cosas de la vida. El paso del tiempo, el cine y la literatura terminarían por convertir en leyenda lo que, en rigor, fue un triste linchamiento nacional desmedido y chovinista, muy propio del lugar y de la época. Comparada con otras mujeres espía de su tiempo – la baronesa Kaulla, Marthe Richard, Lydia Stahl –, la holandesa Mata Hari no fue sino una agente infortunada y mediocre, y el breve desempeño de ese oficio no estuvo a la altura de sus brillantes veladas como exótica bailarina de striptease, devoradora de amantes o cortesana internacional de elevados honorarios. Había estallado la que el imbécil optimismo de algunos denominó Gran Guerra, y los tiempos cambiaban demasiado rápidamente.



La baronesa de Kaulla, denunciada por la prensa francesa como espía de Alemania. 1880.7,0x13,0 cms. Xilografía. La Ilustración Española y Americana

Al filo de la madurez, desplazada de las primeras páginas de las revistas ilustradas por imágenes de trincheras y ciudades en ruinas, acechando cada mañana ante el espejo nuevas arrugas en un rostro aún hermoso, la mujer que había tenido fortunas a sus pies comprendió que el mundo turbulento de aquellos años era su última oportunidad para retener el tiempo perdido. En realidad, a Mata Hari la perdió una prematura nostalgia de perlas y champaña. El juicio sólo duró dos días, y todos aquellos graves y respetables espadones de la corte marcial nunca llegaron a probar gran cosa. Si de verdad lo hizo, Margaretha Zelle espió poco y mal. Su fama no corresponde a sus resultados: proezas exageradas, espía amateur que apenas llegó a ejercer, agente doble y mercenaria sin apenas conciencia real de su situación. Fue ella misma la que, por iniciativa propia, tal vez para conservar el viejo esplendor que se le escapaba entre los dedos, quiso introducirse en el espionaje, ofreciéndose a unos y otros, insinuándose a los antiguos amigos de antaño que aún conservaban el poder, la influencia, el dinero. Mitómano y ambiciosa, a quien se había hecho pasar durante tantos años ante el mundo por danzarina hindú no le costó gran trabajo adoptar la nueva personalidad de espía elegante y cosmopolita, de la mujer fatal que, en cierto modo, era. Sus relaciones con Amsterdam y Berlín ya la convertían en sospechosa cuando fue a visitar al capitán Ladoux, adjunto al jefe del contraespionaje francés, para ofrecerse como agente. Todo aquello terminó siendo un secreto a voces, y los radiogramas secretos del agregado militar alemán en Madrid, que la recién inaugurada estación de TSH en la torre Eiffel interceptó camino de Berlín, proporcionaron el pretexto oficial: se los consideró pruebas concluyentes, y el mito de la perversa Dalila devoradora de hombres y reputaciones hizo correr torrentes de tinta fácil. La guerra iba mal, luego alguien había de tener la culpa. Pero la guerra la conducían ilustres generales de acrisolado patriotismo e indiscutible competencia; casualmente, los mismos que presidían consejos de guerra. Y a falta de un Dreyfuss a quien degradar o conducir al paredón – segundas ediciones de aquel patinazo habrían sido excesivas, incluso para la Francia del 17 –, una exquisita mala reputación, un rostro aún hermoso y un nombre conocido podían resolver perfectamente la papeleta. El morbo estaba asegurado: los informes de Mata-Hari, obtenidos entre lujosas voluptuosidades de almohada, en los palcos de los teatros o en brillantes saraos internacionales, eran la verdadera causa de que tanta sangre noble y generosa se vertiera inútilmente sobre el enfangado suelo de las trincheras. Para la imaginación popular resultaba fácil imaginar a aquella hermosa víbora de alcoba telefoneando a los alemanes en salto de cama, apenas el joven y apuesto teniente, con la carrera militar hecha polvo por tan insensata pasión, se arrancaba de sus brazos para acudir al frente, tras haberle confiado con detalle a su amante, entre arrebato y arrebato, la ubicación exacta de todas las unidades aliadas en el sector del Marne. O algo así. Lo cierto es que aquellos ministros de gabinete con frac y roseta en el ojal, aquellos honorables militares de pulcro historial castrense, lo dieron por bueno y se frotaron las manos: si Mata Hari no hubiera existido, alguien habría tenido que inventarla. Y eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Detenida en febrero a su regreso de Madrid, juzgada en julio, convicta de espionaje a favor de Alemania, fusilada el 15 de octubre. Francia podía dormir en paz. Y para los periódicos primero, para el cine y la literatura después, el melodrama estaba servido. Por lo menos se guardaron las formas, se la llamó señora hasta el final, y todo eso. Hoy las cosas habrían discurrido con mucho más ensañamiento. Con más infamia. Pobre pequeña mujer, envuelta en su abrigo, tendida allí, sobre la tierra húmeda del bosque de Vincennes, ajusticiada por hombres graves y sensatos, por patriotas dignos de sostener con mano firme las riendas de una nación en momentos de crisis, de tragedia. De hombres capaces, incluso – nos honran con su existencia en todas las épocas y países –, de sorberse una lágrima emocionada mientras cumplen su penoso deber con varonil energía. Quizá por todo esto le adeudemos a aquella mujer una última suposición. Tal vez ese amanecer de octubre, ante el pelotón de fusilamiento, los caballeros solemnes, los periodistas ávidos y la cámara del fotógrafo que retuvo en el tiempo aún erguida, en el último instante, su menuda y frágil silueta, Margaretha Zelle se encontrase, por fin, con Mata Hari: con el personaje que habían perseguido, desde niña, sus ojos muy abiertos, irisados al flotar ante ellos las imágenes del propio mito. Tantas veces hemos visto repetirse después aquel momento con nombres distintos, con diferentes actrices, con reconstrucciones más o menos rigurosas, que resulta imposible, a estas alturas, deslindar los límites de la escena del personaje original. De recordarlo, o imaginarlo, como realmente ocurrió. Pero eso no tiene ya la menor importancia. En lo que a mí se refiere, prefiero expiar mi parte de culpa colectiva, la personal vergüenza ante el trágico destino de Margaretha Zelle, rindiéndole el tributo de evocar su último instante, no como fue, sino como pudo haber sido. Viéndola pasar bella y trágica, impasible ante el sordo redoble de los tambores que marcan, en el húmedo amanecer, el contrapunto solemne a los latidos de su corazón. Caminando, enarcada una ceja displicente, recta y sin vacilar hacia su destino; hasta el final hermosa, fría, elegante y enigmática, entre las brumosas luces y sombras del celuloide en blanco y negro. Deteniéndose un instante para retocar su maquillaje en el reflejo bruñido de la hoja del sable que sostiene ante ella, con mano trémula, su ex amante: el oficial que manda su piquete de ejecución.

Arturo Pérez-Reverte -Obra Breve- Editorial Alguara.


NOTAS:
(1) En estos versos de una canción de Sting cuando aún pertenecía al grupo musical Police reflejan la dureza y el impacto que tuvieron en millones de jóvenes los combates en los campos de Flandes entre 1914 y 1918.

“Children’s Crusade”

Young men, soldiers, Nineteen Fourteen
Marching through countries they’d never seen
Virgins with rifles, a game of charades
All for a Children’s Crusade

Pawns in the game are not victims of chance
Strewn on the fields of Belgium and France
Poppies for young men, death’s bitter trade
All of those young lives betrayed

The children of England would never be slaves
They’re trapped on the wire and dying in waves
The flower of England face down in the mud
And stained in the blood of a whole generation

Corpulent generals safe behind lines
History’s lessons drowned in red wine
Poppies for young men, death’s bitter trade
All of those young lives betraye
dAll for a Children’s Crusade

The children of England would never be slaves
They’re trapped on the wire and dying in waves
The flower of England face down in the mud
And stained in the blood of a whole generation

Midnight in Soho, Nineteen Eighty-four
Fixing in doorways, opium slaves
Poppies for young men, such bitter trade
All of those young lives betraye
dAll for a Children’s Crusade


lunes, 16 de noviembre de 2009

FUERZAS DEL PASADO Y FUERZAS DEL PORVENIR

Unas fuerzas que vienen del pasado hacen lo suyo en el presente y el porvenir y han hecho que tropiece por "azar" con un texto de Marguerite Yourcenar que me gustaría guardar aunque es algo largo para leerlo en pantalla.


Anne Morrow Lindberg
Dice Marguerite que Anne Lindberg ha dado a los EEUU dos de las buenas obras que ha producido la literatura contemporánea. Escritora brillante, mujer de un aviador célebre y aviadora también ella y madre desdichada, esta mujer pertenece a la leyenda de nuestro tiempo. Pero a ella (Yourcenar) le entristece encontrar afirmaciones que hace Anne en su parecer sobre la guerra:

...No puedo, por tanto, considerar pura y
simplemente esta guerra como una lucha
entre las Fuerzas del Bien y del Mal. Si es-
tuviera que condensarlo todo en una sola
frase, diría más bien que las Fuerzas del
Pasado luchan contra las del Porvenir. Lo
malo es que haya tanto bien en las Fuerzas
del Pasado y tanto mal en las del Porvenir.

Pensamiento prudente y ponderado en un principio, sin duda alguna. Pero para evaluar lo peligroso de semejante reflexión, hay que recordar que la palabra porvenir representa para los EEUU una palabra maestra, la palabra clave de toda una civilización. Este país apenas acaba de salir -y sin duda con pena- de la época ya mítica de los pioneros; para unos recién llegados instalados en una naturaleza todavía hostil, el pasado no ofrecía nada; el presente no era más que una penosa sucesión de esfuerzos; todas las esperanzas de éxito y seguridad se referían forzosamente al porvenir en un país en donde todo, de una vez estaba por organizar o por crear.América ya no se encuentra en ese período heroico: como todos los demás países, ahora posee un pasado como todos los demás países, ahora posee un pasado y un porvenir, pero sus hijos han conservado la costumbre de considerar el porvenir, ipso facto, como un progreso sobre el pasado. Hacer de los Estados totalitarios los Poderes del Porvenir en lucha contra el Pasado -personificado por Inglaterra- es introducir en las mentes una confusión a favor de esos Estados y significa, lo queramos o no (y Anne Lindbergh sólo lo quiere a medias) darles la razón en nombre de la Historia.

¿Pero es acaso la Alemania de Hitler la representante del porvenir? Ninguna de las fórmulas de la dictadura hitleriana es nueva: la guerra, el nacionalismo exacerbado, el extremismo de las razas llamadas inferiores, la tortura, la policía secreta, el poder concentrado en manos de una facción militar, las revoluciones, y las masacres de palacio, la intolerancia moral y religiosa, el trabajo forzado, el culto fanático al jefe, nada de todo eso es nuevo bajo el tenebroso sol de la historia. Ya Polonia se ve reducida no sólo al estado en que se encontraba durante las famosas Particiones, sino al espantoso caos que siguió a las grandes invasiones tártaras, y Francia, derrotada y humillada, revive los desastrosos tiempos de la Guerra de los Cien Años. No sólo los países donde las libertades cívicas habían dado sus mejores frutos: Holanda, Bélgica, los Estados bálticos y algunos de los Estados escandinavos, retornan a su antigua situación de provincias vasallas, sino que la Alemania victoriosa, renegando del siglo XVIII y de toda una parte del siglo XIX no tiene en lo sucesivo, ideal más actual que el de parecerse lo más posible a la Germania precristiana. Si ésa es la dirección en que van la Fuerzas del Porvenir, simbolizadas por los tanques de tres dictadores, bastarán unas cuantas vueltas de tuerca y la humanidad se encontrará en plena Edad de Piedra.

Bien es verdad que, en nuestros momentos de desaliento, a todos se nos ocurre decirnos que el salvajismo desencadenado ahora en el mundo representa para la humanidad el verdadero porvenir, quizá la única realidad. Dudamos de la noción de civilización: nuestras desgracias nos autorizan a ello. Pero miremos hacia atrás: veamos, por ejemplo, otro de los períodos trágicos de la historia europea, tal vez la más desesperada de todas: las invasiones bárbaras del siglo V, que se reproducen después esporádicamente durante casi cuatrocientos años: no hay duda de que, en la época de la caída de Roma, hubo algunos patricios o algunos letrados pacíficos y desalentados que también debieron decirse que la lucha era vana y que aquellos bárbaros representaban al porvenir. Esos hombres y esas mujeres se percataban de los errores cometidos por la antigua civilización que ellos aún representaban; tal vez les pareciera natural y hasta justo que fuese aplastada, y al mismo tiempo que gemían por las vidas sacrificadas, por el arte y la ciencia perdidos, saludaban al porvenir en marcha con Atila. Pues bien, esos patricios y esos letrados se equivocaban; se equivocaban aunque las apariencias parecieran darles la razón. El mundo grecorromano fue asolado y todos conservamos en la memoria la imagen de los templos en ruinas y de palacios devastados. Pero unas generaciones después de esas catástrofes, aquellas hordas que, según se creía, representaban al porvenir, habían vuelto a sus bosques y a sus estepas o bien se habían asimilado, in situ, a los vencidos. La vida civil se regía por la ley romana; obispos ordenados por Roma bautizaban a estos últimos paganos germánicos o eslavos, y era el latín, y no el godo o el húnico, la lengua que los niños aprendían en la escuela entre España y el Báltico. Aquellos patricios y clérigos que se creían destinados a desaparecer, se parecían infinitamente más a los hombres del porvenir que los grandes bárbaros blancos supuestamente encargados por Dios de poner fin a una civilización corrompida.

Más tarde, cuando el viejo imperio bizantino acabó por caer a su vez, tras haber hecho frente durante siglos a sus adversarios musulmanes o eslavos, muchas gentes debieron pensar que aquella penosa lucha contra las fuerzas del porvenir había sido inútil. En realidad, la prolongada obstinación de los bizantinos en sobrevivir había permitido que las semillas, a decir verdad muy resecas, de la cultura antigua, de la cual los mismos bizantinos fueron unos mediocres conservadores, germinasen en el nuevo mantillo del Renacimiento, y sus tradiciones religiosas, que en Bizancio nos parecen, a menudo, aquejadas de esclerosis o de puro formalismo, iban a conocer, una vez comunicadas a los pueblos eslavos, un prodigioso reverdecer. Contra el futuro que se presenta ante nosotros vociferante y seguro de sí, habrá que contar siempre con otro porvenir aún en ciernes y cuyo crecimiento debemos proteger. Las crisis de violencia nunca son más que los malos cuartos de hora de la historia; no contribuyen a los más mínimos progresos humanos más de lo que los vendavales contribuyen al crecimiento de las mieses. Después de cada tormenta, la humanidad reanuda humildemente su tarea interrumpida, que consiste precisamente en preservar las fuerzas aún vivas del pasado y en digerir su lenta evolución hacia el mañana.

Anne Lindbergh ha hecho un descubrimiento que a ella misma parece sorprenderla: se ha dado cuenta de que el bien y el mal no eran privativos exclusivamente de un partido o de un pueblo, y de que en todas las cosas humanas cabe lo mejor y lo peor. Todos estamos de acuerdo y a todos nos han dicho, desde la época en que estudiábamos el catecismo, que sólo Dios es impecable. Pero lo importante, en estos momentos y siempre, es saber de qué lado está el porcentaje más elevado del mal. No existe ningún país que no tenga tras de sí un cargado pasivo. Pero por muchas que sean las faltas y los errores cometidos en el pasado y hasta en el presente por Inglaterra y Francia, no por ello debemos olvidar que han hecho sus pruebas asegurando a sus pueblos, más o menos constantemente, un mínimo de orden, de seguridad, de cultura y -si podemos emplear esta hermosa palabra siempre imposible de definir bien- de libertades, si no tal vez de libertad. Lo que se nos ofrece en sustitución de todo esto es la fuerza bruta, la crueldad metódica, a un tiempo francamente glorificada y, en su caso necesario, enmascarada con hipocresía, y finalmente un bárbaro dogmatismo que es, en la historia, el aspecto más irrefutable del mal.

Y es cierto, nadie lo discute, que puede haber belleza en la exaltación apasionada de tal joven nazi y en su total abnegación a su jefe bienamado, aun cuando esa exaltación y esa abnegación lleven dentro su veneno. Aún más, al no ser Hitler, en suma, más que un hombre como los demás, poseerá, sin duda, como todo hombre algunas virtudes más o menos escondidas. Pero no se absuelve a un asesino por las pocas buenas cualidades que posea, ni por los defectos que pudiera tener su víctima. -No se salva a la civilización con la guerra-, dice muy acertadamente Anne Lindbergh; tampoco se la salva dejándose seducir, de entrada, por lo que es su contrario. -Son los países que tienen miedo los que han sido invadidos-, añade. Frase insidiosa, pues de pequeños países pobres y heroicos como Grecia o Finlandia, que han sido invadidos...También los países grandes, que no temieron esclavizar al mundo por creer en su fuerza o en lo que ellos consideran su fuerza, son los que, a la postre, acaban derrumbándose por haber levantado en contra suya demasiadas conciencias o haber perjudicado muchas necesidades e intereses legítimos. Una metáfora harto facilona compara las olas del porvenir con las olas del mar. Lo más cierto que de las olas del mar podemos decir es que rompen golpeando y que, en las orillas, para luego, inexorablemente, retroceder. Así lo quiere el Dios que preside los mares.
La ruina de Eldena (Klosterruine Eldena bei Greifswald). Caspar David Friedrich. Óleo sobre lienzo. 1825. Berlín, Nationalgalerie

sábado, 31 de octubre de 2009

LA VIOLENCIA POR DIOS

Retrato imaginario de Hipatia, por Rafael Sanzio. Detalle de La escuela de Atenas (1509-10;Museos Vaticanos)

La filósofa más relevante de la Antigüedad griega de la que tenemos noticia es Hipacia (
Hipatia de Alejandría), neoplatónica, fallecida, presumiblemente, en el 415 d.C. Fue hija del matemático y astrónomo Teón de Alejandría, quien fue maestro, y se interesó por las matemáticas y la astronomía como prueban los títulos de tres de sus obras perdidas; Comentario a la aritmética de Diofanto, Sobre las cónicas de Apolonio y Corpus astronómico.

Se instaló en Atenas donde estudió a Platón y a Aristóteles y tuvo una gran influencia en los ambientes filosóficos alejandrinos, unificando el pensamiento matemático de Diofanto con el neoplatonismo de Amonio y Plotino. Su discípulo Sinesio de Cirene nos dice que intentó aplicar el razonamiento matemático al concepto neoplatónico del Uno, mónada de las mónadas. Pagana, pero partidaria de la distinción entre religión y filosofía, adquirió también su gran prestigio en los ambientes políticos de Alejandría, frecuentando al romano Orestes. Ello provocó la envidia y el rencor en los ambientes cristianos. Hipacia fue agredida en la calle brutalmente asesinada por un grupo de fanáticos, dirigido por un religioso llamado Pedro. Pero detrás de la agresión se decía que era responsable Cirilo, patriarca de Alejandría, que la consideraba culpable de las persecuciones que habían sufrido los cristianos. El dramático episodio de su muerte -fue violada y lapidada por un grupo de facineros- alimentó la imaginación de escritores y poetas como Charles Kingsley (1835), Leconte de Lisle (1852) o Charles Péguy (1907), que la inmortalizarón como la última heredera verdadera del pensamiento griego en un mundo romano entregado ya a la cultura y a la fe cristiana.

Aunque no nos haya llegado ninguno de sus escritos y, por tanto la reconstrucción de su doctrina deba hacerse de modo indirecto e hipotético, de numerosas fuentes surge la excepcionalidad de su figura: filósofa, científica, maestra, punto de referencia político de la comunidad griega de Alejandría, en resumen, una gran autoridad. En una época en la que la Iglesia cristiana, con sus Padres, asumía cada vez más el papel de institución y procedía a la marginación de las mujeres del culto y de las funciones sociales de poder, una pagana surgía como símbolo de sabiduría y competía con las autoridades religiosas de su ciudad. Un conflicto religioso que ocultaba una disensión mucho más profunda: Hipacia representaba la tradición la sabiduría femenina, una antigua tradición egipcia y griega y, por consiguiente, causaba mayor disgusto como docta que como pagana: las mujeres no debían hablar ya en las asambleas o en los lugares de culto, y menos que nunca debían enseñar en las escuelas.

Hipatia en una representación idealizada de 1908

EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR.

La erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que recuerda a un bloque de piedra debastado por las olas. Alguna de estas modificaciones son sublimes y añaden una belleza involuntaria, asomada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. La Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo...