sábado, 31 de octubre de 2009

LA VIOLENCIA POR DIOS

Retrato imaginario de Hipatia, por Rafael Sanzio. Detalle de La escuela de Atenas (1509-10;Museos Vaticanos)

La filósofa más relevante de la Antigüedad griega de la que tenemos noticia es Hipacia (
Hipatia de Alejandría), neoplatónica, fallecida, presumiblemente, en el 415 d.C. Fue hija del matemático y astrónomo Teón de Alejandría, quien fue maestro, y se interesó por las matemáticas y la astronomía como prueban los títulos de tres de sus obras perdidas; Comentario a la aritmética de Diofanto, Sobre las cónicas de Apolonio y Corpus astronómico.

Se instaló en Atenas donde estudió a Platón y a Aristóteles y tuvo una gran influencia en los ambientes filosóficos alejandrinos, unificando el pensamiento matemático de Diofanto con el neoplatonismo de Amonio y Plotino. Su discípulo Sinesio de Cirene nos dice que intentó aplicar el razonamiento matemático al concepto neoplatónico del Uno, mónada de las mónadas. Pagana, pero partidaria de la distinción entre religión y filosofía, adquirió también su gran prestigio en los ambientes políticos de Alejandría, frecuentando al romano Orestes. Ello provocó la envidia y el rencor en los ambientes cristianos. Hipacia fue agredida en la calle brutalmente asesinada por un grupo de fanáticos, dirigido por un religioso llamado Pedro. Pero detrás de la agresión se decía que era responsable Cirilo, patriarca de Alejandría, que la consideraba culpable de las persecuciones que habían sufrido los cristianos. El dramático episodio de su muerte -fue violada y lapidada por un grupo de facineros- alimentó la imaginación de escritores y poetas como Charles Kingsley (1835), Leconte de Lisle (1852) o Charles Péguy (1907), que la inmortalizarón como la última heredera verdadera del pensamiento griego en un mundo romano entregado ya a la cultura y a la fe cristiana.

Aunque no nos haya llegado ninguno de sus escritos y, por tanto la reconstrucción de su doctrina deba hacerse de modo indirecto e hipotético, de numerosas fuentes surge la excepcionalidad de su figura: filósofa, científica, maestra, punto de referencia político de la comunidad griega de Alejandría, en resumen, una gran autoridad. En una época en la que la Iglesia cristiana, con sus Padres, asumía cada vez más el papel de institución y procedía a la marginación de las mujeres del culto y de las funciones sociales de poder, una pagana surgía como símbolo de sabiduría y competía con las autoridades religiosas de su ciudad. Un conflicto religioso que ocultaba una disensión mucho más profunda: Hipacia representaba la tradición la sabiduría femenina, una antigua tradición egipcia y griega y, por consiguiente, causaba mayor disgusto como docta que como pagana: las mujeres no debían hablar ya en las asambleas o en los lugares de culto, y menos que nunca debían enseñar en las escuelas.

Hipatia en una representación idealizada de 1908

lunes, 26 de octubre de 2009

ESOS CHICOS


Atenea. Diosa de la Sabiduría

Conozco, desde hace tiempo, a una señora que tiene a los niños criados y al marido ocupado en sus cosas, y la suerte, ella, de no tener que trabajar para ganarse la vida. Es una de esas mujeres afortunadas con posición económica cómoda, dentro de lo que cabe, que dispone de tiempo suficiente para dedicarlo a sí misma. Como todavía está de buen ver –fue muy guapa y todavía lo es–, no necesita dedicar horas a mantenerse en forma, pues tiene una forma estupenda. De maruja calza lo mínimo: no es de mucha tele –excepto los debates políticos, que se los zampa–, sino del tipo lectora. Devora libro tras libro; sobre todo, novelistas rusos y centroeuropeos, en ficción, e historia, ensayo y memorias sobre la primera mitad del XX. De bolcheviques, revoluciones y ocaso de la monarquía austrohúngara, entre otras cosas, sabe más que nadie. Disfruta con todo eso, sin otro objeto que el conocimiento en sí mismo. Saber y pensar. Ni se le ocurre escribir novelas, ni nada. Sólo tiene una profunda curiosidad por la vieja y zurcida Europa. Por comprender, a la luz de la memoria escrita y la cultura, el mundo que fue y el que es. El pasado que explica el presente y los seres que lo pueblan.

Tiene tiempo libre, como digo. Y hace un par de años, en vez de meterse en un gimnasio o estirarse la piel, decidió hacer una segunda carrera universitaria. Volver a las aulas, estudiar de nuevo, asistir a clases que abrieran nuevas puertas a sus ganas de saber, a su mirada curiosa y lúcida. Empezó temiendo ser la abuelita Paz de su clase, pero se integró bien. Intercambia apuntes, hace trabajos en común. El año pasado, estudiando como una leona, aprobó el primer curso de una carrera de humanidades. Está encantada. Feliz. Sobre todo, como ella dice, porque es maravilloso aprender sin otra ambición que el conocimiento. Y también porque, afirma, su respeto por los jóvenes es mayor desde que los trata cada día. Estamos equivocados con ellos, sostiene. La mayor parte de mis compañeros de clase son chicos cultos, de una tenacidad admirable. Con ganas de aprender. Con vocación, inteligencia y coraje. Nunca he vuelto a hablar despectivamente de un joven universitario desde que estoy de nuevo allí. Deberías decirlo en uno de tus artículos, Reverte. Es de justicia.



Porque sólo es otro mundo, afirma mi amiga. El que viene. Chicos orientados hacia una manera diferente de ver la vida, nacidos en un territorio hostil, más desesperanzado que el de sus padres y abuelos. Con un futuro incierto, peligroso. Pero eso no mata su entusiasmo. Es cierto que muchos llevan impresa la mirada del soldado perdido: de quien sabe que el combate tiene pocas posibilidades de victoria. Sin embargo, es admirable verlos levantar la mano en clase para plantear preguntas o iniciar una discusión; la energía valerosa con que defienden lo que creen saber y se adentran en lo que les interesa. Su tenacidad, su sensatez. Una chica con piercings y la tripa al aire, un pasota desastrado, pueden hacer de pronto una observación o formular una pregunta que te hacen mirarlos, asombrada. Fascina observar cómo se afirman intelectualmente, adentrándose en su vocación. En sus sueños. Y no creas que van engañados: saben lo que les espera. Perfectamente. Su generación creció con la certeza del paro irremediable, del triste paisaje que les dejamos como herencia. Y sin embargo, es conmovedor verlos perseverar, tenaces, en lo que les pide el cuerpo. Persiguiendo lo que aman. Estudian hermosas carreras, en apariencia inútiles, porque la utilidad que persiguen es otra. Va más allá del simple ganarse la vida.

Hay pedorros, claro. Muchos. Descerebrados e imbéciles. Simple carne de botellón: borregos listos para el matadero. Pero ésos siempre los hubo –haz memoria, Reverte–. En cuanto a mis actuales compañeros de clase, te sorprendería ver los libros que llevan, mezclados con los de Stieg Larsson y Ken Follet: clásicos griegos y latinos, o literatura de altísima calidad. Los hemos visto crecer pensando que son una generación irresponsable, analfabeta funcional, que poco sabe y menos quiere saber. Sin darnos cuenta de que las necesidades y el modo de aprender han cambiado, pero las ganas siguen. Si piensas en lo que a nuestra generación le enseñaron y lo que aprendió por su cuenta, comprenderás que es lo mismo. Estos chicos hacen idéntico esfuerzo al que hicimos nosotros; más admirable en su caso, pues ahora las interferencias son mayores. Los juzgamos con dureza al verlos todo el día con el ordenador y la tele, sin darnos cuenta de que ése es otro modo de formarse, que nosotros no tuvimos. Una herramienta útil, adecuada al tiempo que viven y a lo que les espera, que ellos manejan como nadie. Que los lleva más allá de donde a nosotros nos llevaban nuestros simples libros. Así que no te equivoques con ellos, amigo. Y deja de gruñir. Durante algún tiempo seguirá habiendo justos en Sodoma.
Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 1 de Noviembre de 2009 .

lunes, 19 de octubre de 2009

LA MILICIA NO ES ANGÉLICA

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Creo que alguien debería explicarle a la ministra de Defensa lo que es un soldado. Me refiero a uno de esos que desfilaron hace un par de semanas con casco y escopeta. Es cierto que la ministra tiene alrededor, en cada foto, un montón de generales y uniformados varios que podrían explicárselo perfectamente. Pero tengo la impresión de que no se expresan bien; tal vez porque a medida que asciendes, te suben el sueldo y te acercas a la jubilación, uno suele volverse menos elocuente. Con lo fácil que sería, por otra parte, abrirle a la titular del ramo el diccionario de la RAE por la palabra soldado, mostrarle que significa persona que sirve en la milicia, llevarla luego a la palabra milicia y hacerle leer algo que no admite equívocos: (Del latín militia. Femenino). 1. Arte de hacer la guerra y de disciplinar a los soldados para ella. 2. Servicio o profesión militar. 3. Tropa o gente de guerra. Es cierto que hay una cuarta acepción: coros de los ángeles, que lleva como ejemplo la milicia angélica. Pero cuidado. Que no se haga ilusiones la ministra. Ahí ya estamos hablando de otra cosa.

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Lo que no dice el diccionario, desde luego, es tropa o gente de paz. En sentido recto, soldado remite a lo que debe: un fulano disponible para matar y que lo maten en guerras defensivas u ofensivas. Alguien que por patriotismo, obligación, dinero o lo que estime oportuno, está entrenado para escabechar a sus semejantes; procurando que palmen más fulanos del otro bando que del suyo. El lado turbio del oficio –matarife, a fin de cuentas– se compensa con otros aspectos respetables: disciplina, disposición a soportar penalidades y miserias, y el sacrificio singular de exponerse al dolor, la mutilación y la muerte. Hay gente a la que no le gusta ese paisaje, y desde un punto de vista tan digno como su opuesto defiende la desaparición de soldados y ejércitos, en favor de un mundo ideal –y me temo que imposible– donde la palabra soldado sea un anacronismo. Otros, más realistas, admiten que la existencia de soldados profesionales, que sirven de modo voluntario y aceptan los riesgos del oficio, es necesaria en un mundo imperfecto y violento como el nuestro.

En todo caso, la palabra humanitario nada tiene que ver. Eso no corresponde a los soldados, sino a las organizaciones y oenegés adecuadas. A ellas corresponde poner tiritas, repartir agua embotellada y socorrer a los parias de la tierra. Por el contrario, la misión básica de los soldados –considerando la convención de Ginebra y la conciencia de cada cual– es hacer todo el daño posible al enemigo. Matarlo mucho y bien, inspirarle temor y vencerlo, disuadiéndolo de intentarlo de nuevo. Los soldados no fueron ideados para otra paz que la impuesta por sus bayonetas, ni para inspirar afecto, sino temor. Incluso en una misión de paz se trata de pacificar a hostias, si hace falta. Llegado el caso, lo que se espera de ellos es eficacia letal; de un modo compatible, dentro de lo que cabe en su sangriento oficio, con la decencia y la piedad, cuando se pueda. Que maten más y mejor que nadie, de manera que los intereses de su patria natural o adoptiva, o de la paz ajena que defienden, sean respetados por otros. Eso significa eficacia y ausencia de complejos. Por eso, llegados a tales extremos, las palabras soldado y misión humanitaria pueden ser no sólo incompatibles, sino confusas y hasta mortales.

Es lo que ocurre en España. Incapaces de conciliar de modo inteligente la necesidad de un ejército con la tendencia pacifista de la sociedad occidental actual, nuestros gobernantes –eso incluye al Pesoe como al Pepé– intentan lo imposible: unas fuerzas armadas desarmadas compuestas por soldados humanitarios, cuyo objetivo no es hacer la guerra sino la paz, y a los que se respeta más cuando se dejan matar que cuando matan. Esa imbecilidad se desmorona cuando lo real se presenta en forma de mina, emboscada o combate, y las familias largan en el telediario, con toda razón, que nadie les habló de guerra, y que su chico no fue a que le volaran los huevos, sino a repartir leche condensada. Es entonces cuando la ministra o ministro de guardia en esta charlotada bélico humanitaria del Bombero Torero, atrapados en su propia incongruencia, se adornan con media verónica ahuecando la voz y poniéndose estupendos mientras hablan de la deuda que España tiene con los difuntos y difuntas. Haciendo, además, que éstos queden como pardillos, al negarles incluso la palabra guerra; que, por políticamente incorrecta que sea, es la única que explica una muerte en combate. Cuando en un ejército profesional, voluntario, las familias protestan y se dicen engañadas si sus chicos mueren, alguien no se ha explicado bien. O no tenemos soldados, o los tenemos. Y si los tenemos, es para que palmen sin rechistar cuando les toque. No para que la ministra de Defensa –y sigo sin saber lo que defiende– venga a decirnos, con voz trémula y solemne, que acaban de matar a un cervatillo en el bosque de Bambi.



Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 25 de Octubre de 2009

jueves, 15 de octubre de 2009

TATUAJE

Verónica Aranda. Tatuaje. Editorial Hiperión. Poesía

Me lo encontré en la Feria del Libro de la primavera del 2006. Nada más leer la primera estrofa reconocí esos recuerdos perdidos en los rincones de mi ciudad o de cualquiera otra que vinieran cantados o contados por aquellos que no pisan tierra firme.

Él vino en un barco de nombre extranjero,
lo encontré en el puerto un anochecer,
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer
(Rafael de León, Tatuaje)

Verónica Aranda (Madrid, 1982) VIII premio de poesía joven en -Antonio Carvajal- 2005. En la primera parte de su libro Tatuaje recoje paisajes de sus múltiples viajes por Europa, en la segunda, titulada La morena de la copla , hace una original recreación de algunas letras de estas canciones populares con las que muchos estamos familiarizados desde niños, y a las que ha dedicado también algún estudio de investigación filológica. "Ha trasladado el lenguaje popular de la copla al lenguaje culto y al propio imaginario", en este libro de versos que es "un claro homenaje a Rafael de León", según ha dicho la propia autora.
I

Llegó desde el Mar Rojo
en un barco febril, a la deriva,
cargado de naranjas, y en su mástil
se alzaban las mezquitas más azules,
en donde convergían los caminos de Persia
y el puerto de llegada, donde ondea
el lienzo claroscuro del susurro,
el súbito tambor de las verbenas
y la nieve de marzo, amaneciendo,
que siempre cierra el ciclo de las sedas
y sus remotas rutas.

II

Aquellas madrugadas en los puertos
de tabernas insomnes
y los acordeones del desierto,
no buscaba a los rubios marineros,
aquellos extranjeros de frondosos tatuajes
que se apoyaban en los mostradores,
y su aliento traía el aguardiente
de las naves errantes y los rostros
de mujeres nocturnas y remotas

No buscaba a esos otros marineros
cuyas promesas se difuminaban
en una despedida inexistente
y siempre se marchaban en las tardes de junio
para no regresar. Quedaba el nombre
como único amuleto de su paso,
junto a aquellas palabras que se dicen
cuando sabemos que el exilio acecha,
que podemos quedarnos o escapar.

Los tatuajes quemaban y esas noches
yo buscaba el camino de regreso hacia Ítaca,
las colinas de Roma, la ciudad de Kavafis
o un barco que zarpara a la isla de Safo

...............................................................................

VII

Fue la misma ciudad y, sin embargo,
la transitamos en distintos tiempos.
Yo llegué con el siglo, lo estrenaba
por el atardecer. En los balcones
de aquel hotel que daba a una azotea
y a estrechos callejones de bazares,
luchaba con la luz, recomponía
unos pocos fragmentos del pasado,
y en aquella ciudad paralizada
por la huelga y el hambre,
comprendí al fin lo lejos que quedaban
-abiertas, ya, las zanjas de los años-,
polvorientas postales, amarillas
manzanas, los almuerzos a las doce,
los pinares de mayo y en los puertos
el miedo a regresar a las aldeas,
donde espera el futuro cobijado
entre los resignados tamarindos.

Recuerdo que vagué por esas calles,
bajo los edificios de madera,
pero ya era muy tarde, tú pasaste
a finales de siglo; aún podía
imaginar tu sombra marinera
por las plazas de templos –había uno
que llevaba tu nombre –te veía
fundido en los mercados y más tarde
por calles de neblinas y basura,
con ese caminar despreocupado
de los que se acostumbran
a hacer frente al destierro. Nos unía
una ciudad a destiempo y unos campos
de otra ciudad en ruinas.

Me siento a ver las aguas
de un luminoso gris, antes que el faro
se encienda e ilumine los veleros.
Ayer anochecía en Kathmandú...

martes, 13 de octubre de 2009

LAS FRONTERAS (DIFUSAS) DE LA FICCIÓN


Llevo a un amigo mejicano a cenar al Madrid viejo, que entre septiembre y octubre, cuando todavía no han entrado los fríos ni las lluvias, me parece uno de los lugares más agradables de Europa. La noche del antiguo barrio de los Austrias está en todo su esplendor, con las terrazas animadas y los bares y tabernas a rebosar. Para más felicidad, la gente dejó las chanclas y los calzoncillos callejeros para otras temporadas, los hombres ya no parecen porqueros sin fronteras, y a las señoras da gloria verlas. Todo vuelve a la normalidad, dentro de lo que cabe. Paseo con mi amigo por el barrio, y al doblar a la izquierda en la Cava Baja lo veo pararse, sorprendido. «No me digas –exclama– que el capitán Alatriste tiene un restaurante aquí.» Le respondo que sí, que ya lo ve. Que allí está la taberna del capitán, justo en el sitio donde vivía con Caridad la Lebrijana. Aclaro después que nada tengo que ver con el asunto; que Félix Colomo, el propietario, me pidió permiso para darle ese nombre, y yo me limito a ir de vez en cuando –la comida es estupenda y el lugar, bellísimo–, pagando rigurosamente la cuenta. Mi amigo no es muy de leer libros, pero el capitán le suena bastante. Hasta el punto de que, descubro sorprendido, cree en la existencia del veterano soldado de los tercios. «Qué bueno –termina diciendo– que te inspires en personajes reales, como hiciste con la Reina del Sur.» Me lo quedo mirando, para comprobar si habla en broma. Pero no. Lo dice en serio aunque es mejicano, como digo, y oyó decir más de una vez que Teresa Mendoza es personaje de ficción. Entonces comprendo que el tiempo y el extraño azar de la literatura, incluso para los no lectores –o especialmente entre ellos–, han hecho su trabajo. Y sonrío feliz, de medio lado, enseñando el colmillo como un lobo satisfecho.
Déjenme que les diga una cosa. En confianza. Ni reales academias, ni premios millonetis –aunque nunca me presenté a ninguno–, ni listas de más vendidos, ni críticas favorables en suplementos literarios. Lo que más calienta el corazón de quien, como yo, cuenta historias dándole a la tecla, es que alguien que nunca leyó un libro suyo hable con familiaridad de un personaje o un suceso narrados, imaginarios, y lo haga convencido de su existencia real. Como si los conociera de toda la vida. Demostrando así que el novelista, con mayor o menor fortuna, logró salvar la barrera entre lo verosímil y lo inverosímil, y lo inventado forma ahora parte de un mundo exterior a la literatura misma. Un ámbito que ya no le pertenece y sobre el que no tiene control alguno. Ésa, en mi opinión, es una de las grandes satisfacciones morales que puede obtener un autor de su trabajo. Comprobar que consiguió mezclar realidad y ficción, y hacerlo creíble. Llevarse al lector al huerto, y también al no lector. Borrar la frontera.
En mi vida como novelista tuve alguna vez ese delicioso privilegio, y les aseguro que no hay nada más satisfactorio. Ni divertido. Es cierto que el amigo Alatriste me da muchas alegrías, pero no sólo él. En casa tengo una espléndida carta de una señora, hispanista seria y respetabilísima directora de un centro de investigación histórica de París, que con mucho protocolo pide detalles sobre la localización exacta, en la Biblioteca Nacional de Madrid, del manuscrito 'Papeles del alférez Iñigo Balboa', en el que –eso, al menos, dice la nota a pie de página de una de las novelas– me basé para contar la historia del soldado de Flandes. Otro de mis gozos literarios es la desesperación de los benditos e ingenuos lectores guiris –un ruso se quejó por carta hace menos de un mes– que patean Sevilla, mapa en mano y con cuarenta grados a la sombra, buscando inútilmente la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por no hablar de cómo me revolqué de risa malvada cuando en el bicentenario de Trafalgar, al descubrirse un monumento conmemorativo junto al cabo del mismo nombre, un historiador descubrió, estupefacto, que en la relación de barcos españoles participantes en el combate figuraba, también, el nombre de mi imaginario navío de 74 cañones 'Antilla'.
Pero de esas y otras ocurrencias, el mayor premio literario lo obtuve en la calle Juárez de Culiacán, Sinaloa; allí donde las cambiadoras clandestinas, todas guapas y maquilladas, blanquean en público los dólares que los automovilistas bajan de la sierra oliendo a cola de borrego y polvo blanco, convirtiéndolos en moneda nacional. Me encontraba frente al mercadito Buelna, grabando una entrevista para un programa de televisión con mis queridos amigos los periodistas mejicanos Javier Solórzano y Carmen Aristegui, cuando se acercó una cambiadora de cierta edad, muy prieta y arreglada, a preguntar qué hacíamos. «Es sobre la Reina del Sur», explicó Javier. A lo que la señora respondió, con absoluta naturalidad. «¿Teresita Mendoza?... Yo la conocí muy bien. En esta misma esquina se ponía.»


Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 18 de Octubre de 2009

sábado, 10 de octubre de 2009

LAS TIENDAS DESAPARECIDAS

Cada vez que doy un paseo veo más tiendas cerradas. Algunas, las de toda la vida, habían sobrevivido a guerras y conmociones diversas. Eran parte del paisaje. De pronto, el escaparate vacío, el rótulo desapercido de la fachada, me dejan aturdido, como ocurre con las muerte súbitas o las desgracias inesperadas. Es una sensación de pérdida irreparable, aunque sólo haya echado vistazos al escaparate, sin entrar nunca. Otras de esas tiendas son negocios recientes: comercios abiertos hace un par de años, e incluso pocos meses; primero, los trabajos que precedían a la apertura, y después la inauguración, todo flamante, dueños y dependientes a la expectativa, esperanzados. Ahora paso por delante y advierto que los cristales están cubiertos y la puerta cerrada. Y me estremezco contagiado de la desilusión, la derrota que trasmite ese triste cristal pegado al cristal con las palabras se alquila o se traspasa.
En lo que va de año, la relación es como de una lista de bajas depués de un combate sangriento. Entre las que conozco hay una parafarmacia, dos tiendas de complementos, una de música clásica, una estupenda tienda de vinos, una ferretería, una tienda de historietas, tres de regalos, dos de muebles, cuatro anticuarios, una librería, dos buenas panaderías, una galería de arte, una sombrerería, una mercería e innumerables tiendas de ropa. También -ésa fue un golpe duro, por lo simbólico- una juguetería grande y bien surtida. Me gustaba entrar en ella, recobrando la vieja sensación que, quienes fuimos niños cuando no había televisión, ni videoconsola, ni nos habíamos vuelto todos -críos incluidos- completamente cibergilipollas, conservamos del tiempo en que una juguetería con sus muñecas, trenes, soldados, escopetas, cocinitas, caballos de cartón, disfraces de torero y juegos reunidos Geyper, era el lugar más fascinante del mundo.
Ahora hablamos de crisis cada día. Hasta los putos políticos y las putas políticas -que no es lo mismo que políticas putas, ahórrenme las putas cartas- lo hacen con la misma impavidez con que antes afirmaban lo contrario. En todo caso, una cosa es manejar estadísticas; y otra, pisar la calle y haber conocido esas tiendas una por una, recordando los rostros de propietarios y dependientes, su desasosiego en los últimos tiempos, la esperanza, menor cada día, de que alguien se parase ante el escaparate, se animara y entrase a comprar, sabiendo que de ese acto dependían el bienestar, el futuro, la familia. Haber presenciado tanta angustia diaria, la ausencia de clientes, el miedo a que tal o cual crédito no llegara, o a no tener con qué pagarlo. El saberse condenados y sin esperanza mientras, en las tiendas desiertas que con tanta ilusión abrieron, languidecían su trabajo y sus ahorros. Morían tantos sueños.
Eso es lo peor, a mi juicio. Lo imperdonable. Todas esas ilusiones deshechas, trituradas por políticos golfos y sindicalistas sobornados que todavía hablan de clase empresarial como si todos los empresarios españoles tuvieran yate en Cerdeña y cuenta en las islas Caimán. Ignorando las ilusiones deshechas de tanta gente con ideas y fuerza, que arriesgó, peleó para salir adelante, y se vio arrastrada sin remedio por la tragedia económica de los últimos tiempos y también por la irresponsabilidad criminal de quienes tuvieron la obligación de prevenirlo y no quisieron, y ahora tienen el deber de solucionarlo, pero ni pueden ni saben. De esa gentuza encantada consigo misma que no sólo carece de eficacia y voluntad, sino que sigue impasible como don Tancredo, procurando ni parpadear ante los cuernos del toro que corretea llevándose a todo cristo por delante. Un Gobierno cínico, demagogo, embustero hasta el disparate. Una oposición cutre, patética, tan corrupta y culpable de enjuagues ladrilleros que trajeron estos fangos, que resulta difícil imaginar que unas simples urnas cambien las cosas. Sentenciándonos, entre unos y otros, a ser un país sin tejido industrial ni empresarial, sin clase media, condenado al dinero negro, al subsidio laboral con trabajo paralelo encubierto y a la economía clandestina. Con mucho Berlusconi en el horizonte. Un rebaño analfabeto, sumiso, de albañiles, putas y camareros, donde los únicos que de verdad van a estar a gusto, sinvergüenzas aparte, serán los jubilados guiris, los mafiosos nacionales e importados, y los hooligans de viaje y tres noches de hotel, borrachera y vómito incluidos, por veinticinco euros. Para entonces, los responsables del desastre se habrán retirado confortablemente al cobijo de sus partidos, de sus varios sueldos oficiales, de sus pingües jubilaciones por los servicios prestados a sí mismos. A dar conferencias a Nueva York sobre cómo nos reventaron a todos, dejando el paisaje lleno de tiendas cerradas y de vidas con el rótulo se traspasa. Así que malditos sean su sangre y todos sus muertos. En otros tiempos, al menos tenías la esperanza de verlos colgados de una farola.


Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 11 de octubre de 2009

EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR.

La erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que recuerda a un bloque de piedra debastado por las olas. Alguna de estas modificaciones son sublimes y añaden una belleza involuntaria, asomada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. La Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo...