martes, 28 de octubre de 2008

LAS COSAS


Desde que el hombre existe, ha sentido la apremiante necesidad de tener junto a él diversos objetos. Su trato inmediato con las cosas, el conjunto de relaciones a través de las cuales construimos nuestro mundo contidiano y estraordinario. De igual manera que la arcilla, la madera o el hierro, después de trabajados por el hombre, adquieren otra dimensión, se convierten en otras cosas: un vasija es algo más que arcilla; una mesa, algo más que madera; la reja de un arado, algo más que hierro. La vasija, la mesa y la reja tienen la huella de lo humano: a través de esa huella ingresan en la historia de la humanidad, como soportes de relaciones. No una obra manual cualquiera, hecha de cualquier forma, sino aquella precisamente en la que lo mundano aparece desvelado: es decir, carente de incertidumbre y riesgos incomprensibles, confiadamente a mano. Un mundo de cosas que no son meramente utensilios ajenos y desechables, sino el símbolo de lo que acompaña, de lo que permite vivir. Ese mundo de cosas amables debió ser el de la infancia, mundo de presencias en el que no habitaba la zozobra de lo venidero. No se trata de hilvanar ensoñaciones, de buscar vanamente el supuesto "paraíso perdido" de la niñez. El recurso a la primera edad sólo quiere ser un contrapeso para el vértigo de nuestros afanes cotidianos, para esa prisa que nos consume por llegar a ninguna parte: cuanto realizamos está "lleno de pretexto": pretexto para ocultar las cosas y ocultarnos de ellas, lo cual conduce a un mundo de vacua locura, ficticio, falsamente grave, en el que los signos no señalan. La faz de ese mundo alienado está cubierta por lo que Rilke llamó "el órgano sexual del dinero": relaciones de mercadería, fecundas en apariencia debido a su movilidad, íntimamente estériles. Ahí predomina el afán de posesión cuantitativa, el almacenaje de cosas y personas cosificadas; nada más alejado de la verdadera posesión -siempre libre- que surge del comprender: ..."una cosa de aquí, una vez agarrada, valdría por muchas". El trasiego humano, el quehacer humano en el mundo no puede estar orientado por la búsqueda de la felicidad: todo lo que aparentemente sacia no hace más que abrir el camino hacia una nueva sed. Tampoco por mera curiosidad, por afán de ver y haber visto. Tanto una cierta "contemplación" com una cierta "felicidad" se dan también en la menguada existencia vegetal, y acaso de modo más cumplido. Nuestra agitada pasión de vida responde enteramente a una solicitación de las cosas, que nos reclaman. Ser en el mundo es ser en, desde para cosas de toda índole, cosas resistentes a la mano y a la mirada, resistentes incluso al nombre: nuestro destino humano depende por entero del gran torbellino de fuerzas desplegado por las cosas. Y así el intento de comprender al hombre debe estar precedido por una previa comprensión de las cosas, captadas en toda su gravedad; a través de ellas aparecemos como terrestres. En definitiva, obramos. Lo que las cosas esperan de nosotros es que las declaremos, que las incorporemos a la historia humana. O mejor: lo que nosotros esperamos de las cosas es poder declararlas, trazar a través de ellas los confines de nuestra historia. Porque las cosas humanas: en primer lugar, por el mero hecho de rodearnos y señalar nuestros límites; luego, también, cuando la mano y la mirada inciden en ellas; por último, las cosas quedan humanizadas a partir de la palabra, que les confiere un nuevo modo de existencia. Y sólo desde la palabra se hace plenamente próximo lo que nos circunda, lo que la mano hiende y la mirada delimita. En el decir se cifra nuestra más extrema posibilidad. Lo que hay que declarar es el cálido y próximo despertar de las cosas en nosotros.
El ser de las cosas no viene signado por un inerte "estar ahí"; el ser de las cosas no consiste en su carácter de "a la mano" o "ante la mano". Las cosas son (o pueden ser) utensilios, pero hay algo más en ellas, algo que las convierte en cosa nuestra. Esa experiencia de cercanía es lo que urge declarar. Lo que decimos al decir las cosas, se abre, en primer lugar, sobre lo meramente inmediato, lo que está "junto a la mano y en la mirada"; en este sentido, la cosa es enfrentada como "disponible". Pero sobre la cosa opera, además, la historia de la mano y la historia de la mirada: lo sencillo, lo que simplemente "está ahí", es también el resultado -algo elaborado de generación en generación-. La cosa aparece así como último estadio de un proceso dialéctico en el que se funden la materia, la mano y la mirada.
Las cosas, al acumular el devenir de su formación, hablan del hombre y hablan de sí mismas; de igual manera que la historia acumulada de la especie humana habla del hombre y habla de las cosas. Sólo así puede entenderse que surjan las cosas radicalmente "como algo nuestro"; y que lo sencillo en cuanto resultado no sea un inerte "estar ahí", sino algo que "vive". La vida de las cosas y la vida del hombre aparecen entreveradas.
Nosotros elegimos lo que nos gusta para crear nuestro pequeño microcosmos. Se establece por tanto una relación estrecha entre el sujeto y el objeto, convirtiéndose este último, en pieza de colección. Según Baudrillard puede haber dos tipos de coleccionistas: aquellos especialistas que coleccionan objetos importantes y los que acumulan cosas intranscendentes. Los primeros buscan la unicidad, por ejemplo una obra de arte que sea única. En este caso la pieza se identifica con la persona, y como ella es singular. Los segundos, buscan un sentido de orden, la disposición de las cosas. Puede decirse que en el primero hay un sentido cualitativo y en el segundo cuantitativo. El coleccionismo, es una actividad humana, en relación con la cultura, la formación y la idiosincracia de la persona.




Reconciliar al hombre con las cosas; lo cual significa, de rechazo, reconciliarlo consigo mismo: porque son las cosas -las humildes y alegres y tristes y duras cosas- el más adecuado reflejo del existir. Pero a condición de que sepamos detenernos en ellas, dejarlas que hablen en nosotros; sólo a partir de esta previa declaración de las cosas tiene sentido el decir acerca de ellas. Entonces puede la palabra -palabra necesaria, pues mana de una relación objetiva- incidir en las cosas y transformarlas. Así llega a convertirse el decir en obra de arte. Pero esa responsabilidad no lo compromete a forjar "destinos trascendentes", sino sencillamente a decir constructivamente las cosas: las que hay, las cosas cotidianas, de modo que los demás puedan tal vez encontrar, a través de ellas, más habitable el mundo y más asequible su propio contorno humano. El arte es "la pasión de la totalidad", algo que tiene poco que ver con la "aspiración a la belleza". Las múltiples miradas a las cosas.

"Nadie ha hecho belleza nunca". Lo que podemos hacer son cosas. Y podemos, al decir las cosas, alzar entre ellas la morada del hombre, convertir la tierra -nombrada y señalada- en nuestra única y definitiva patria.


sábado, 25 de octubre de 2008

CONCEPTO DE BIEN CULTURAL

Las expresiones patrimonio histórico, patrimonio cultural y bienes culturales se emplean indistitamente y con el valor de sinónimos para referirse a una misma realidad: las manifestaciones y testimonios significativos de la civilización humana. No obstante, cada una de ellas, al surgir en distinto momento, responde a planteamientos teóricos concretos que no siempre resultan coincidentes. La expresión de origen más reciente es bienes culturales, que paulatinamente va sustituyendo en el uso cotidiano y en el lenguaje científico y profesional a las anteriores. Con ella, además de reemplazarselas antiguas categorias de "objetos artísticos" o "bellas artes", empleadas habitualmente, se incluye el patrimonio archivístico, documental y bibliográfico, más el denominado inmaterial y etnográfico. Podría estimarse que recurrir a dicha expresión obedece a un interés exclusivamente nominalista. Sin embargo, no es sólo consecuencia del afán por reducir a una sola nomenclatura la diversidad de denominaciones anteriormente en uso. Esta nueva terminología es consecuencia de un nuevo momento histórico, en el que ya no se considera suficiente la mera noción material, pues se tiende a potenciar la concepción de actividad o producto cultural. Además, al hablar de bienes culturales se superan los conceptos históricos y estéticos que anteriormente primaban, porque en ellos iba implícito un juicio de valor que trataba de subrayar la importancia de una obra en el desarrollo de la historia o del arte. Por otra parte, con esta denominación también se recogen las creaciones y aportaciones del momento presente, cuya historicidad está por demostrarse y cuyo valor artístico no siempre existe.

La primera vez que con carácter internacional se empleó la expresión bienes culturales fue en la Convención de La Haya, en el año 1954, dedicada a la protección de los mismos en caso de guerra. Dicha reunión, que fue preparada por la UNESCO y cuyo texto final España ratificó seis años más tarde, aludía a la importancia que para todos los pueblos del mundo tenía la conservación del patrimonio cultural, lo que obligaba a adoptar medidas de protección con carácter internacional. En su primer artículo se establecía que son bienes culturales, con independencia de su origen y propietario, los siguientes:


a) Los bienes muebles e inmuebles, que tengan una gran importancia para el patrimonio cultural de los pueblos, tales como los monumentos de arquitectura, de arte o de historia, religiosos o seculares; los campos arqueológicos, los grupos de construcciones que por su conjunto ofrezcan un gran interés histórico o artístico, las obras de arte, manuscritos, libros y otros objetos de interés histórico, artístico o arqueológico, así como las colecciones científicas y las colecciones importantes de libros, de archivos o de reproducciones de los bienes antes definidos.

b) Los edificios cuyo destino principal y efectivo sea conservar o exponer los bienes culturales muebles definidos en el apartado anterior tales como museos, las grandes bibliotecas, los depósitos de archivos, así como los refugios destinados a proteger en caso de conflicto armado los bienes culturales muebles definidos en el apartado a).

c) Los centros que comprendan un número considerable de bienes culturales definidos en los apartados a) y b), que se denominarán centros monumentales




Córdoba. Patrimonio de la Humanidad

EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR.

La erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que recuerda a un bloque de piedra debastado por las olas. Alguna de estas modificaciones son sublimes y añaden una belleza involuntaria, asomada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. La Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo...