domingo, 6 de diciembre de 2009

EL REFLEJO DEL SABLE

El otro día la camarada Sianeta nos recordó los últimos momentos de Margaretha, la Mata Hari convertida en leyenda y que ya forma parte de nuestro imaginario colectivo. Ella fue el chivo expiatorio necesario para justificar unos sucesos por parte de algunos. Su torpeza al pretender ser un agente doble para reemplazar lo que ya no era la convirtió en víctima de su propia historia. Jugando en un mundo de hombres con sus propias reglas que la llevó a la boca del lobo. Subestimar al enemigo y no creer que tu protector puede convertirse en tu verdugo cuando el grupo tribal está por encima de él.

Ya no era una niña. En aquel amanecer que imaginamos con niebla baja y las botas de los soldados resonando rítmicamente en la tierra húmeda del bosque de Vincennes, Margaretha Geertruida Zelle rondaba, ya, los cuarenta años. Había sido hermosa, mucho. Tal vez aún lo era, y al oficial que mandaba el piquete –diez balas, una de fogueo al azar como coartada para las conciencias pusilánimes – quizá se le atragantó una fracción de segundo la voz de fuego. Era un 15 de octubre del año 1917. Algo más al este, al otro extremo de Europa, se desencadenaba una tormenta que alteraría durante tres cuartos de siglo el curso de la Historia, y, sin ir tan lejos, aquel mismo día iban a dispararse aún muchas más balas en otros lugares del continente. Centenares de hombres y de mujeres habrían de morir sin tanta ceremonia antes de la puesta de ese sol que – aún eran las 6.30 de la mañana – iluminaba tímidamente el último acto tranquilo, estúpido y gris del drama: un cuerpo de mujer tendido en el suelo, unos militares de bigotes engomados, quepis con galones y estrellas y porte grave – Mais oui, Duppont, c’est terrible mais c’est la guerre –, y un oficial demasiado pálido – no dan medallas por ajusticiar a mujeres – que disparaba el tiro de gracia procurando ejecutar los tiempos reglamentarios con la adecuada marcialidad castrense. Francia en particular y las potencias aliadas en general podían respirar tranquilas, y los periódicos y revistas ilustradas, lanzar ediciones especiales. Mata Hari, la espía, iba a seguir bailando en los infiernos. Entendámoslo. Era un mal año; hasta Proust se creía obligado a conducir ambulancias. Tras la reconquista de los fuertes de Verdún a finales del anterior, los aliados habían hecho retroceder a las tropas del káiser hasta la línea Sigfrido; pero desde marzo los estrategas de las potencias occidentales no daban una a derechas. Inclinados sobre sus mapas, barajando cientos de miles de vidas con la insensata irresponsabilidad de quien redacta su propia hoja de servicios mientras moja la pluma en sangre ajena, matarifes con monóculo obsesionados por el bastón de mariscal alfombraban senderos de gloria con cadáveres y más cadáveres inútiles. Tras el fracaso de la ofensiva sobre Arras, las tropas británicas(1) seguían inmovilizadas en el barro de Flandes. En cuanto a los franceses, después del desastre en las ofensivas del Aisne y la Champaña, el general Nivelle había sido relevado del mando, incapaz de reprimir el motín ocasionado en el ejército como eco de las huelgas metalúrgicas de los obreros de París. Y en los cafés, tertulias y salones de retaguardia, los emboscados que no conocían el frente más que por referencias, los estraperlistas, las esposas de los generales y los capitanes de Estado Mayor que les hacían la corte, las actrices de moda, los banqueros y políticos de zancadilla siempre lista, las putas de lujo y los periodistas a sueldo, por citar sólo unos cuantos, pedían cabezas de turco entre Moet y Moet o absenta y absenta, según las posibilidades y los casos. Y alguien tenía que pagar los platos rotos. Lo que son las cosas de la vida. El paso del tiempo, el cine y la literatura terminarían por convertir en leyenda lo que, en rigor, fue un triste linchamiento nacional desmedido y chovinista, muy propio del lugar y de la época. Comparada con otras mujeres espía de su tiempo – la baronesa Kaulla, Marthe Richard, Lydia Stahl –, la holandesa Mata Hari no fue sino una agente infortunada y mediocre, y el breve desempeño de ese oficio no estuvo a la altura de sus brillantes veladas como exótica bailarina de striptease, devoradora de amantes o cortesana internacional de elevados honorarios. Había estallado la que el imbécil optimismo de algunos denominó Gran Guerra, y los tiempos cambiaban demasiado rápidamente.



La baronesa de Kaulla, denunciada por la prensa francesa como espía de Alemania. 1880.7,0x13,0 cms. Xilografía. La Ilustración Española y Americana

Al filo de la madurez, desplazada de las primeras páginas de las revistas ilustradas por imágenes de trincheras y ciudades en ruinas, acechando cada mañana ante el espejo nuevas arrugas en un rostro aún hermoso, la mujer que había tenido fortunas a sus pies comprendió que el mundo turbulento de aquellos años era su última oportunidad para retener el tiempo perdido. En realidad, a Mata Hari la perdió una prematura nostalgia de perlas y champaña. El juicio sólo duró dos días, y todos aquellos graves y respetables espadones de la corte marcial nunca llegaron a probar gran cosa. Si de verdad lo hizo, Margaretha Zelle espió poco y mal. Su fama no corresponde a sus resultados: proezas exageradas, espía amateur que apenas llegó a ejercer, agente doble y mercenaria sin apenas conciencia real de su situación. Fue ella misma la que, por iniciativa propia, tal vez para conservar el viejo esplendor que se le escapaba entre los dedos, quiso introducirse en el espionaje, ofreciéndose a unos y otros, insinuándose a los antiguos amigos de antaño que aún conservaban el poder, la influencia, el dinero. Mitómano y ambiciosa, a quien se había hecho pasar durante tantos años ante el mundo por danzarina hindú no le costó gran trabajo adoptar la nueva personalidad de espía elegante y cosmopolita, de la mujer fatal que, en cierto modo, era. Sus relaciones con Amsterdam y Berlín ya la convertían en sospechosa cuando fue a visitar al capitán Ladoux, adjunto al jefe del contraespionaje francés, para ofrecerse como agente. Todo aquello terminó siendo un secreto a voces, y los radiogramas secretos del agregado militar alemán en Madrid, que la recién inaugurada estación de TSH en la torre Eiffel interceptó camino de Berlín, proporcionaron el pretexto oficial: se los consideró pruebas concluyentes, y el mito de la perversa Dalila devoradora de hombres y reputaciones hizo correr torrentes de tinta fácil. La guerra iba mal, luego alguien había de tener la culpa. Pero la guerra la conducían ilustres generales de acrisolado patriotismo e indiscutible competencia; casualmente, los mismos que presidían consejos de guerra. Y a falta de un Dreyfuss a quien degradar o conducir al paredón – segundas ediciones de aquel patinazo habrían sido excesivas, incluso para la Francia del 17 –, una exquisita mala reputación, un rostro aún hermoso y un nombre conocido podían resolver perfectamente la papeleta. El morbo estaba asegurado: los informes de Mata-Hari, obtenidos entre lujosas voluptuosidades de almohada, en los palcos de los teatros o en brillantes saraos internacionales, eran la verdadera causa de que tanta sangre noble y generosa se vertiera inútilmente sobre el enfangado suelo de las trincheras. Para la imaginación popular resultaba fácil imaginar a aquella hermosa víbora de alcoba telefoneando a los alemanes en salto de cama, apenas el joven y apuesto teniente, con la carrera militar hecha polvo por tan insensata pasión, se arrancaba de sus brazos para acudir al frente, tras haberle confiado con detalle a su amante, entre arrebato y arrebato, la ubicación exacta de todas las unidades aliadas en el sector del Marne. O algo así. Lo cierto es que aquellos ministros de gabinete con frac y roseta en el ojal, aquellos honorables militares de pulcro historial castrense, lo dieron por bueno y se frotaron las manos: si Mata Hari no hubiera existido, alguien habría tenido que inventarla. Y eso fue, más o menos, lo que ocurrió. Detenida en febrero a su regreso de Madrid, juzgada en julio, convicta de espionaje a favor de Alemania, fusilada el 15 de octubre. Francia podía dormir en paz. Y para los periódicos primero, para el cine y la literatura después, el melodrama estaba servido. Por lo menos se guardaron las formas, se la llamó señora hasta el final, y todo eso. Hoy las cosas habrían discurrido con mucho más ensañamiento. Con más infamia. Pobre pequeña mujer, envuelta en su abrigo, tendida allí, sobre la tierra húmeda del bosque de Vincennes, ajusticiada por hombres graves y sensatos, por patriotas dignos de sostener con mano firme las riendas de una nación en momentos de crisis, de tragedia. De hombres capaces, incluso – nos honran con su existencia en todas las épocas y países –, de sorberse una lágrima emocionada mientras cumplen su penoso deber con varonil energía. Quizá por todo esto le adeudemos a aquella mujer una última suposición. Tal vez ese amanecer de octubre, ante el pelotón de fusilamiento, los caballeros solemnes, los periodistas ávidos y la cámara del fotógrafo que retuvo en el tiempo aún erguida, en el último instante, su menuda y frágil silueta, Margaretha Zelle se encontrase, por fin, con Mata Hari: con el personaje que habían perseguido, desde niña, sus ojos muy abiertos, irisados al flotar ante ellos las imágenes del propio mito. Tantas veces hemos visto repetirse después aquel momento con nombres distintos, con diferentes actrices, con reconstrucciones más o menos rigurosas, que resulta imposible, a estas alturas, deslindar los límites de la escena del personaje original. De recordarlo, o imaginarlo, como realmente ocurrió. Pero eso no tiene ya la menor importancia. En lo que a mí se refiere, prefiero expiar mi parte de culpa colectiva, la personal vergüenza ante el trágico destino de Margaretha Zelle, rindiéndole el tributo de evocar su último instante, no como fue, sino como pudo haber sido. Viéndola pasar bella y trágica, impasible ante el sordo redoble de los tambores que marcan, en el húmedo amanecer, el contrapunto solemne a los latidos de su corazón. Caminando, enarcada una ceja displicente, recta y sin vacilar hacia su destino; hasta el final hermosa, fría, elegante y enigmática, entre las brumosas luces y sombras del celuloide en blanco y negro. Deteniéndose un instante para retocar su maquillaje en el reflejo bruñido de la hoja del sable que sostiene ante ella, con mano trémula, su ex amante: el oficial que manda su piquete de ejecución.

Arturo Pérez-Reverte -Obra Breve- Editorial Alguara.


NOTAS:
(1) En estos versos de una canción de Sting cuando aún pertenecía al grupo musical Police reflejan la dureza y el impacto que tuvieron en millones de jóvenes los combates en los campos de Flandes entre 1914 y 1918.

“Children’s Crusade”

Young men, soldiers, Nineteen Fourteen
Marching through countries they’d never seen
Virgins with rifles, a game of charades
All for a Children’s Crusade

Pawns in the game are not victims of chance
Strewn on the fields of Belgium and France
Poppies for young men, death’s bitter trade
All of those young lives betrayed

The children of England would never be slaves
They’re trapped on the wire and dying in waves
The flower of England face down in the mud
And stained in the blood of a whole generation

Corpulent generals safe behind lines
History’s lessons drowned in red wine
Poppies for young men, death’s bitter trade
All of those young lives betraye
dAll for a Children’s Crusade

The children of England would never be slaves
They’re trapped on the wire and dying in waves
The flower of England face down in the mud
And stained in the blood of a whole generation

Midnight in Soho, Nineteen Eighty-four
Fixing in doorways, opium slaves
Poppies for young men, such bitter trade
All of those young lives betraye
dAll for a Children’s Crusade


lunes, 16 de noviembre de 2009

FUERZAS DEL PASADO Y FUERZAS DEL PORVENIR

Unas fuerzas que vienen del pasado hacen lo suyo en el presente y el porvenir y han hecho que tropiece por "azar" con un texto de Marguerite Yourcenar que me gustaría guardar aunque es algo largo para leerlo en pantalla.


Anne Morrow Lindberg
Dice Marguerite que Anne Lindberg ha dado a los EEUU dos de las buenas obras que ha producido la literatura contemporánea. Escritora brillante, mujer de un aviador célebre y aviadora también ella y madre desdichada, esta mujer pertenece a la leyenda de nuestro tiempo. Pero a ella (Yourcenar) le entristece encontrar afirmaciones que hace Anne en su parecer sobre la guerra:

...No puedo, por tanto, considerar pura y
simplemente esta guerra como una lucha
entre las Fuerzas del Bien y del Mal. Si es-
tuviera que condensarlo todo en una sola
frase, diría más bien que las Fuerzas del
Pasado luchan contra las del Porvenir. Lo
malo es que haya tanto bien en las Fuerzas
del Pasado y tanto mal en las del Porvenir.

Pensamiento prudente y ponderado en un principio, sin duda alguna. Pero para evaluar lo peligroso de semejante reflexión, hay que recordar que la palabra porvenir representa para los EEUU una palabra maestra, la palabra clave de toda una civilización. Este país apenas acaba de salir -y sin duda con pena- de la época ya mítica de los pioneros; para unos recién llegados instalados en una naturaleza todavía hostil, el pasado no ofrecía nada; el presente no era más que una penosa sucesión de esfuerzos; todas las esperanzas de éxito y seguridad se referían forzosamente al porvenir en un país en donde todo, de una vez estaba por organizar o por crear.América ya no se encuentra en ese período heroico: como todos los demás países, ahora posee un pasado como todos los demás países, ahora posee un pasado y un porvenir, pero sus hijos han conservado la costumbre de considerar el porvenir, ipso facto, como un progreso sobre el pasado. Hacer de los Estados totalitarios los Poderes del Porvenir en lucha contra el Pasado -personificado por Inglaterra- es introducir en las mentes una confusión a favor de esos Estados y significa, lo queramos o no (y Anne Lindbergh sólo lo quiere a medias) darles la razón en nombre de la Historia.

¿Pero es acaso la Alemania de Hitler la representante del porvenir? Ninguna de las fórmulas de la dictadura hitleriana es nueva: la guerra, el nacionalismo exacerbado, el extremismo de las razas llamadas inferiores, la tortura, la policía secreta, el poder concentrado en manos de una facción militar, las revoluciones, y las masacres de palacio, la intolerancia moral y religiosa, el trabajo forzado, el culto fanático al jefe, nada de todo eso es nuevo bajo el tenebroso sol de la historia. Ya Polonia se ve reducida no sólo al estado en que se encontraba durante las famosas Particiones, sino al espantoso caos que siguió a las grandes invasiones tártaras, y Francia, derrotada y humillada, revive los desastrosos tiempos de la Guerra de los Cien Años. No sólo los países donde las libertades cívicas habían dado sus mejores frutos: Holanda, Bélgica, los Estados bálticos y algunos de los Estados escandinavos, retornan a su antigua situación de provincias vasallas, sino que la Alemania victoriosa, renegando del siglo XVIII y de toda una parte del siglo XIX no tiene en lo sucesivo, ideal más actual que el de parecerse lo más posible a la Germania precristiana. Si ésa es la dirección en que van la Fuerzas del Porvenir, simbolizadas por los tanques de tres dictadores, bastarán unas cuantas vueltas de tuerca y la humanidad se encontrará en plena Edad de Piedra.

Bien es verdad que, en nuestros momentos de desaliento, a todos se nos ocurre decirnos que el salvajismo desencadenado ahora en el mundo representa para la humanidad el verdadero porvenir, quizá la única realidad. Dudamos de la noción de civilización: nuestras desgracias nos autorizan a ello. Pero miremos hacia atrás: veamos, por ejemplo, otro de los períodos trágicos de la historia europea, tal vez la más desesperada de todas: las invasiones bárbaras del siglo V, que se reproducen después esporádicamente durante casi cuatrocientos años: no hay duda de que, en la época de la caída de Roma, hubo algunos patricios o algunos letrados pacíficos y desalentados que también debieron decirse que la lucha era vana y que aquellos bárbaros representaban al porvenir. Esos hombres y esas mujeres se percataban de los errores cometidos por la antigua civilización que ellos aún representaban; tal vez les pareciera natural y hasta justo que fuese aplastada, y al mismo tiempo que gemían por las vidas sacrificadas, por el arte y la ciencia perdidos, saludaban al porvenir en marcha con Atila. Pues bien, esos patricios y esos letrados se equivocaban; se equivocaban aunque las apariencias parecieran darles la razón. El mundo grecorromano fue asolado y todos conservamos en la memoria la imagen de los templos en ruinas y de palacios devastados. Pero unas generaciones después de esas catástrofes, aquellas hordas que, según se creía, representaban al porvenir, habían vuelto a sus bosques y a sus estepas o bien se habían asimilado, in situ, a los vencidos. La vida civil se regía por la ley romana; obispos ordenados por Roma bautizaban a estos últimos paganos germánicos o eslavos, y era el latín, y no el godo o el húnico, la lengua que los niños aprendían en la escuela entre España y el Báltico. Aquellos patricios y clérigos que se creían destinados a desaparecer, se parecían infinitamente más a los hombres del porvenir que los grandes bárbaros blancos supuestamente encargados por Dios de poner fin a una civilización corrompida.

Más tarde, cuando el viejo imperio bizantino acabó por caer a su vez, tras haber hecho frente durante siglos a sus adversarios musulmanes o eslavos, muchas gentes debieron pensar que aquella penosa lucha contra las fuerzas del porvenir había sido inútil. En realidad, la prolongada obstinación de los bizantinos en sobrevivir había permitido que las semillas, a decir verdad muy resecas, de la cultura antigua, de la cual los mismos bizantinos fueron unos mediocres conservadores, germinasen en el nuevo mantillo del Renacimiento, y sus tradiciones religiosas, que en Bizancio nos parecen, a menudo, aquejadas de esclerosis o de puro formalismo, iban a conocer, una vez comunicadas a los pueblos eslavos, un prodigioso reverdecer. Contra el futuro que se presenta ante nosotros vociferante y seguro de sí, habrá que contar siempre con otro porvenir aún en ciernes y cuyo crecimiento debemos proteger. Las crisis de violencia nunca son más que los malos cuartos de hora de la historia; no contribuyen a los más mínimos progresos humanos más de lo que los vendavales contribuyen al crecimiento de las mieses. Después de cada tormenta, la humanidad reanuda humildemente su tarea interrumpida, que consiste precisamente en preservar las fuerzas aún vivas del pasado y en digerir su lenta evolución hacia el mañana.

Anne Lindbergh ha hecho un descubrimiento que a ella misma parece sorprenderla: se ha dado cuenta de que el bien y el mal no eran privativos exclusivamente de un partido o de un pueblo, y de que en todas las cosas humanas cabe lo mejor y lo peor. Todos estamos de acuerdo y a todos nos han dicho, desde la época en que estudiábamos el catecismo, que sólo Dios es impecable. Pero lo importante, en estos momentos y siempre, es saber de qué lado está el porcentaje más elevado del mal. No existe ningún país que no tenga tras de sí un cargado pasivo. Pero por muchas que sean las faltas y los errores cometidos en el pasado y hasta en el presente por Inglaterra y Francia, no por ello debemos olvidar que han hecho sus pruebas asegurando a sus pueblos, más o menos constantemente, un mínimo de orden, de seguridad, de cultura y -si podemos emplear esta hermosa palabra siempre imposible de definir bien- de libertades, si no tal vez de libertad. Lo que se nos ofrece en sustitución de todo esto es la fuerza bruta, la crueldad metódica, a un tiempo francamente glorificada y, en su caso necesario, enmascarada con hipocresía, y finalmente un bárbaro dogmatismo que es, en la historia, el aspecto más irrefutable del mal.

Y es cierto, nadie lo discute, que puede haber belleza en la exaltación apasionada de tal joven nazi y en su total abnegación a su jefe bienamado, aun cuando esa exaltación y esa abnegación lleven dentro su veneno. Aún más, al no ser Hitler, en suma, más que un hombre como los demás, poseerá, sin duda, como todo hombre algunas virtudes más o menos escondidas. Pero no se absuelve a un asesino por las pocas buenas cualidades que posea, ni por los defectos que pudiera tener su víctima. -No se salva a la civilización con la guerra-, dice muy acertadamente Anne Lindbergh; tampoco se la salva dejándose seducir, de entrada, por lo que es su contrario. -Son los países que tienen miedo los que han sido invadidos-, añade. Frase insidiosa, pues de pequeños países pobres y heroicos como Grecia o Finlandia, que han sido invadidos...También los países grandes, que no temieron esclavizar al mundo por creer en su fuerza o en lo que ellos consideran su fuerza, son los que, a la postre, acaban derrumbándose por haber levantado en contra suya demasiadas conciencias o haber perjudicado muchas necesidades e intereses legítimos. Una metáfora harto facilona compara las olas del porvenir con las olas del mar. Lo más cierto que de las olas del mar podemos decir es que rompen golpeando y que, en las orillas, para luego, inexorablemente, retroceder. Así lo quiere el Dios que preside los mares.
La ruina de Eldena (Klosterruine Eldena bei Greifswald). Caspar David Friedrich. Óleo sobre lienzo. 1825. Berlín, Nationalgalerie

sábado, 31 de octubre de 2009

LA VIOLENCIA POR DIOS

Retrato imaginario de Hipatia, por Rafael Sanzio. Detalle de La escuela de Atenas (1509-10;Museos Vaticanos)

La filósofa más relevante de la Antigüedad griega de la que tenemos noticia es Hipacia (
Hipatia de Alejandría), neoplatónica, fallecida, presumiblemente, en el 415 d.C. Fue hija del matemático y astrónomo Teón de Alejandría, quien fue maestro, y se interesó por las matemáticas y la astronomía como prueban los títulos de tres de sus obras perdidas; Comentario a la aritmética de Diofanto, Sobre las cónicas de Apolonio y Corpus astronómico.

Se instaló en Atenas donde estudió a Platón y a Aristóteles y tuvo una gran influencia en los ambientes filosóficos alejandrinos, unificando el pensamiento matemático de Diofanto con el neoplatonismo de Amonio y Plotino. Su discípulo Sinesio de Cirene nos dice que intentó aplicar el razonamiento matemático al concepto neoplatónico del Uno, mónada de las mónadas. Pagana, pero partidaria de la distinción entre religión y filosofía, adquirió también su gran prestigio en los ambientes políticos de Alejandría, frecuentando al romano Orestes. Ello provocó la envidia y el rencor en los ambientes cristianos. Hipacia fue agredida en la calle brutalmente asesinada por un grupo de fanáticos, dirigido por un religioso llamado Pedro. Pero detrás de la agresión se decía que era responsable Cirilo, patriarca de Alejandría, que la consideraba culpable de las persecuciones que habían sufrido los cristianos. El dramático episodio de su muerte -fue violada y lapidada por un grupo de facineros- alimentó la imaginación de escritores y poetas como Charles Kingsley (1835), Leconte de Lisle (1852) o Charles Péguy (1907), que la inmortalizarón como la última heredera verdadera del pensamiento griego en un mundo romano entregado ya a la cultura y a la fe cristiana.

Aunque no nos haya llegado ninguno de sus escritos y, por tanto la reconstrucción de su doctrina deba hacerse de modo indirecto e hipotético, de numerosas fuentes surge la excepcionalidad de su figura: filósofa, científica, maestra, punto de referencia político de la comunidad griega de Alejandría, en resumen, una gran autoridad. En una época en la que la Iglesia cristiana, con sus Padres, asumía cada vez más el papel de institución y procedía a la marginación de las mujeres del culto y de las funciones sociales de poder, una pagana surgía como símbolo de sabiduría y competía con las autoridades religiosas de su ciudad. Un conflicto religioso que ocultaba una disensión mucho más profunda: Hipacia representaba la tradición la sabiduría femenina, una antigua tradición egipcia y griega y, por consiguiente, causaba mayor disgusto como docta que como pagana: las mujeres no debían hablar ya en las asambleas o en los lugares de culto, y menos que nunca debían enseñar en las escuelas.

Hipatia en una representación idealizada de 1908

lunes, 26 de octubre de 2009

ESOS CHICOS


Atenea. Diosa de la Sabiduría

Conozco, desde hace tiempo, a una señora que tiene a los niños criados y al marido ocupado en sus cosas, y la suerte, ella, de no tener que trabajar para ganarse la vida. Es una de esas mujeres afortunadas con posición económica cómoda, dentro de lo que cabe, que dispone de tiempo suficiente para dedicarlo a sí misma. Como todavía está de buen ver –fue muy guapa y todavía lo es–, no necesita dedicar horas a mantenerse en forma, pues tiene una forma estupenda. De maruja calza lo mínimo: no es de mucha tele –excepto los debates políticos, que se los zampa–, sino del tipo lectora. Devora libro tras libro; sobre todo, novelistas rusos y centroeuropeos, en ficción, e historia, ensayo y memorias sobre la primera mitad del XX. De bolcheviques, revoluciones y ocaso de la monarquía austrohúngara, entre otras cosas, sabe más que nadie. Disfruta con todo eso, sin otro objeto que el conocimiento en sí mismo. Saber y pensar. Ni se le ocurre escribir novelas, ni nada. Sólo tiene una profunda curiosidad por la vieja y zurcida Europa. Por comprender, a la luz de la memoria escrita y la cultura, el mundo que fue y el que es. El pasado que explica el presente y los seres que lo pueblan.

Tiene tiempo libre, como digo. Y hace un par de años, en vez de meterse en un gimnasio o estirarse la piel, decidió hacer una segunda carrera universitaria. Volver a las aulas, estudiar de nuevo, asistir a clases que abrieran nuevas puertas a sus ganas de saber, a su mirada curiosa y lúcida. Empezó temiendo ser la abuelita Paz de su clase, pero se integró bien. Intercambia apuntes, hace trabajos en común. El año pasado, estudiando como una leona, aprobó el primer curso de una carrera de humanidades. Está encantada. Feliz. Sobre todo, como ella dice, porque es maravilloso aprender sin otra ambición que el conocimiento. Y también porque, afirma, su respeto por los jóvenes es mayor desde que los trata cada día. Estamos equivocados con ellos, sostiene. La mayor parte de mis compañeros de clase son chicos cultos, de una tenacidad admirable. Con ganas de aprender. Con vocación, inteligencia y coraje. Nunca he vuelto a hablar despectivamente de un joven universitario desde que estoy de nuevo allí. Deberías decirlo en uno de tus artículos, Reverte. Es de justicia.



Porque sólo es otro mundo, afirma mi amiga. El que viene. Chicos orientados hacia una manera diferente de ver la vida, nacidos en un territorio hostil, más desesperanzado que el de sus padres y abuelos. Con un futuro incierto, peligroso. Pero eso no mata su entusiasmo. Es cierto que muchos llevan impresa la mirada del soldado perdido: de quien sabe que el combate tiene pocas posibilidades de victoria. Sin embargo, es admirable verlos levantar la mano en clase para plantear preguntas o iniciar una discusión; la energía valerosa con que defienden lo que creen saber y se adentran en lo que les interesa. Su tenacidad, su sensatez. Una chica con piercings y la tripa al aire, un pasota desastrado, pueden hacer de pronto una observación o formular una pregunta que te hacen mirarlos, asombrada. Fascina observar cómo se afirman intelectualmente, adentrándose en su vocación. En sus sueños. Y no creas que van engañados: saben lo que les espera. Perfectamente. Su generación creció con la certeza del paro irremediable, del triste paisaje que les dejamos como herencia. Y sin embargo, es conmovedor verlos perseverar, tenaces, en lo que les pide el cuerpo. Persiguiendo lo que aman. Estudian hermosas carreras, en apariencia inútiles, porque la utilidad que persiguen es otra. Va más allá del simple ganarse la vida.

Hay pedorros, claro. Muchos. Descerebrados e imbéciles. Simple carne de botellón: borregos listos para el matadero. Pero ésos siempre los hubo –haz memoria, Reverte–. En cuanto a mis actuales compañeros de clase, te sorprendería ver los libros que llevan, mezclados con los de Stieg Larsson y Ken Follet: clásicos griegos y latinos, o literatura de altísima calidad. Los hemos visto crecer pensando que son una generación irresponsable, analfabeta funcional, que poco sabe y menos quiere saber. Sin darnos cuenta de que las necesidades y el modo de aprender han cambiado, pero las ganas siguen. Si piensas en lo que a nuestra generación le enseñaron y lo que aprendió por su cuenta, comprenderás que es lo mismo. Estos chicos hacen idéntico esfuerzo al que hicimos nosotros; más admirable en su caso, pues ahora las interferencias son mayores. Los juzgamos con dureza al verlos todo el día con el ordenador y la tele, sin darnos cuenta de que ése es otro modo de formarse, que nosotros no tuvimos. Una herramienta útil, adecuada al tiempo que viven y a lo que les espera, que ellos manejan como nadie. Que los lleva más allá de donde a nosotros nos llevaban nuestros simples libros. Así que no te equivoques con ellos, amigo. Y deja de gruñir. Durante algún tiempo seguirá habiendo justos en Sodoma.
Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 1 de Noviembre de 2009 .

lunes, 19 de octubre de 2009

LA MILICIA NO ES ANGÉLICA

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Creo que alguien debería explicarle a la ministra de Defensa lo que es un soldado. Me refiero a uno de esos que desfilaron hace un par de semanas con casco y escopeta. Es cierto que la ministra tiene alrededor, en cada foto, un montón de generales y uniformados varios que podrían explicárselo perfectamente. Pero tengo la impresión de que no se expresan bien; tal vez porque a medida que asciendes, te suben el sueldo y te acercas a la jubilación, uno suele volverse menos elocuente. Con lo fácil que sería, por otra parte, abrirle a la titular del ramo el diccionario de la RAE por la palabra soldado, mostrarle que significa persona que sirve en la milicia, llevarla luego a la palabra milicia y hacerle leer algo que no admite equívocos: (Del latín militia. Femenino). 1. Arte de hacer la guerra y de disciplinar a los soldados para ella. 2. Servicio o profesión militar. 3. Tropa o gente de guerra. Es cierto que hay una cuarta acepción: coros de los ángeles, que lleva como ejemplo la milicia angélica. Pero cuidado. Que no se haga ilusiones la ministra. Ahí ya estamos hablando de otra cosa.

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Lo que no dice el diccionario, desde luego, es tropa o gente de paz. En sentido recto, soldado remite a lo que debe: un fulano disponible para matar y que lo maten en guerras defensivas u ofensivas. Alguien que por patriotismo, obligación, dinero o lo que estime oportuno, está entrenado para escabechar a sus semejantes; procurando que palmen más fulanos del otro bando que del suyo. El lado turbio del oficio –matarife, a fin de cuentas– se compensa con otros aspectos respetables: disciplina, disposición a soportar penalidades y miserias, y el sacrificio singular de exponerse al dolor, la mutilación y la muerte. Hay gente a la que no le gusta ese paisaje, y desde un punto de vista tan digno como su opuesto defiende la desaparición de soldados y ejércitos, en favor de un mundo ideal –y me temo que imposible– donde la palabra soldado sea un anacronismo. Otros, más realistas, admiten que la existencia de soldados profesionales, que sirven de modo voluntario y aceptan los riesgos del oficio, es necesaria en un mundo imperfecto y violento como el nuestro.

En todo caso, la palabra humanitario nada tiene que ver. Eso no corresponde a los soldados, sino a las organizaciones y oenegés adecuadas. A ellas corresponde poner tiritas, repartir agua embotellada y socorrer a los parias de la tierra. Por el contrario, la misión básica de los soldados –considerando la convención de Ginebra y la conciencia de cada cual– es hacer todo el daño posible al enemigo. Matarlo mucho y bien, inspirarle temor y vencerlo, disuadiéndolo de intentarlo de nuevo. Los soldados no fueron ideados para otra paz que la impuesta por sus bayonetas, ni para inspirar afecto, sino temor. Incluso en una misión de paz se trata de pacificar a hostias, si hace falta. Llegado el caso, lo que se espera de ellos es eficacia letal; de un modo compatible, dentro de lo que cabe en su sangriento oficio, con la decencia y la piedad, cuando se pueda. Que maten más y mejor que nadie, de manera que los intereses de su patria natural o adoptiva, o de la paz ajena que defienden, sean respetados por otros. Eso significa eficacia y ausencia de complejos. Por eso, llegados a tales extremos, las palabras soldado y misión humanitaria pueden ser no sólo incompatibles, sino confusas y hasta mortales.

Es lo que ocurre en España. Incapaces de conciliar de modo inteligente la necesidad de un ejército con la tendencia pacifista de la sociedad occidental actual, nuestros gobernantes –eso incluye al Pesoe como al Pepé– intentan lo imposible: unas fuerzas armadas desarmadas compuestas por soldados humanitarios, cuyo objetivo no es hacer la guerra sino la paz, y a los que se respeta más cuando se dejan matar que cuando matan. Esa imbecilidad se desmorona cuando lo real se presenta en forma de mina, emboscada o combate, y las familias largan en el telediario, con toda razón, que nadie les habló de guerra, y que su chico no fue a que le volaran los huevos, sino a repartir leche condensada. Es entonces cuando la ministra o ministro de guardia en esta charlotada bélico humanitaria del Bombero Torero, atrapados en su propia incongruencia, se adornan con media verónica ahuecando la voz y poniéndose estupendos mientras hablan de la deuda que España tiene con los difuntos y difuntas. Haciendo, además, que éstos queden como pardillos, al negarles incluso la palabra guerra; que, por políticamente incorrecta que sea, es la única que explica una muerte en combate. Cuando en un ejército profesional, voluntario, las familias protestan y se dicen engañadas si sus chicos mueren, alguien no se ha explicado bien. O no tenemos soldados, o los tenemos. Y si los tenemos, es para que palmen sin rechistar cuando les toque. No para que la ministra de Defensa –y sigo sin saber lo que defiende– venga a decirnos, con voz trémula y solemne, que acaban de matar a un cervatillo en el bosque de Bambi.



Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 25 de Octubre de 2009

jueves, 15 de octubre de 2009

TATUAJE

Verónica Aranda. Tatuaje. Editorial Hiperión. Poesía

Me lo encontré en la Feria del Libro de la primavera del 2006. Nada más leer la primera estrofa reconocí esos recuerdos perdidos en los rincones de mi ciudad o de cualquiera otra que vinieran cantados o contados por aquellos que no pisan tierra firme.

Él vino en un barco de nombre extranjero,
lo encontré en el puerto un anochecer,
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer
(Rafael de León, Tatuaje)

Verónica Aranda (Madrid, 1982) VIII premio de poesía joven en -Antonio Carvajal- 2005. En la primera parte de su libro Tatuaje recoje paisajes de sus múltiples viajes por Europa, en la segunda, titulada La morena de la copla , hace una original recreación de algunas letras de estas canciones populares con las que muchos estamos familiarizados desde niños, y a las que ha dedicado también algún estudio de investigación filológica. "Ha trasladado el lenguaje popular de la copla al lenguaje culto y al propio imaginario", en este libro de versos que es "un claro homenaje a Rafael de León", según ha dicho la propia autora.
I

Llegó desde el Mar Rojo
en un barco febril, a la deriva,
cargado de naranjas, y en su mástil
se alzaban las mezquitas más azules,
en donde convergían los caminos de Persia
y el puerto de llegada, donde ondea
el lienzo claroscuro del susurro,
el súbito tambor de las verbenas
y la nieve de marzo, amaneciendo,
que siempre cierra el ciclo de las sedas
y sus remotas rutas.

II

Aquellas madrugadas en los puertos
de tabernas insomnes
y los acordeones del desierto,
no buscaba a los rubios marineros,
aquellos extranjeros de frondosos tatuajes
que se apoyaban en los mostradores,
y su aliento traía el aguardiente
de las naves errantes y los rostros
de mujeres nocturnas y remotas

No buscaba a esos otros marineros
cuyas promesas se difuminaban
en una despedida inexistente
y siempre se marchaban en las tardes de junio
para no regresar. Quedaba el nombre
como único amuleto de su paso,
junto a aquellas palabras que se dicen
cuando sabemos que el exilio acecha,
que podemos quedarnos o escapar.

Los tatuajes quemaban y esas noches
yo buscaba el camino de regreso hacia Ítaca,
las colinas de Roma, la ciudad de Kavafis
o un barco que zarpara a la isla de Safo

...............................................................................

VII

Fue la misma ciudad y, sin embargo,
la transitamos en distintos tiempos.
Yo llegué con el siglo, lo estrenaba
por el atardecer. En los balcones
de aquel hotel que daba a una azotea
y a estrechos callejones de bazares,
luchaba con la luz, recomponía
unos pocos fragmentos del pasado,
y en aquella ciudad paralizada
por la huelga y el hambre,
comprendí al fin lo lejos que quedaban
-abiertas, ya, las zanjas de los años-,
polvorientas postales, amarillas
manzanas, los almuerzos a las doce,
los pinares de mayo y en los puertos
el miedo a regresar a las aldeas,
donde espera el futuro cobijado
entre los resignados tamarindos.

Recuerdo que vagué por esas calles,
bajo los edificios de madera,
pero ya era muy tarde, tú pasaste
a finales de siglo; aún podía
imaginar tu sombra marinera
por las plazas de templos –había uno
que llevaba tu nombre –te veía
fundido en los mercados y más tarde
por calles de neblinas y basura,
con ese caminar despreocupado
de los que se acostumbran
a hacer frente al destierro. Nos unía
una ciudad a destiempo y unos campos
de otra ciudad en ruinas.

Me siento a ver las aguas
de un luminoso gris, antes que el faro
se encienda e ilumine los veleros.
Ayer anochecía en Kathmandú...

martes, 13 de octubre de 2009

LAS FRONTERAS (DIFUSAS) DE LA FICCIÓN


Llevo a un amigo mejicano a cenar al Madrid viejo, que entre septiembre y octubre, cuando todavía no han entrado los fríos ni las lluvias, me parece uno de los lugares más agradables de Europa. La noche del antiguo barrio de los Austrias está en todo su esplendor, con las terrazas animadas y los bares y tabernas a rebosar. Para más felicidad, la gente dejó las chanclas y los calzoncillos callejeros para otras temporadas, los hombres ya no parecen porqueros sin fronteras, y a las señoras da gloria verlas. Todo vuelve a la normalidad, dentro de lo que cabe. Paseo con mi amigo por el barrio, y al doblar a la izquierda en la Cava Baja lo veo pararse, sorprendido. «No me digas –exclama– que el capitán Alatriste tiene un restaurante aquí.» Le respondo que sí, que ya lo ve. Que allí está la taberna del capitán, justo en el sitio donde vivía con Caridad la Lebrijana. Aclaro después que nada tengo que ver con el asunto; que Félix Colomo, el propietario, me pidió permiso para darle ese nombre, y yo me limito a ir de vez en cuando –la comida es estupenda y el lugar, bellísimo–, pagando rigurosamente la cuenta. Mi amigo no es muy de leer libros, pero el capitán le suena bastante. Hasta el punto de que, descubro sorprendido, cree en la existencia del veterano soldado de los tercios. «Qué bueno –termina diciendo– que te inspires en personajes reales, como hiciste con la Reina del Sur.» Me lo quedo mirando, para comprobar si habla en broma. Pero no. Lo dice en serio aunque es mejicano, como digo, y oyó decir más de una vez que Teresa Mendoza es personaje de ficción. Entonces comprendo que el tiempo y el extraño azar de la literatura, incluso para los no lectores –o especialmente entre ellos–, han hecho su trabajo. Y sonrío feliz, de medio lado, enseñando el colmillo como un lobo satisfecho.
Déjenme que les diga una cosa. En confianza. Ni reales academias, ni premios millonetis –aunque nunca me presenté a ninguno–, ni listas de más vendidos, ni críticas favorables en suplementos literarios. Lo que más calienta el corazón de quien, como yo, cuenta historias dándole a la tecla, es que alguien que nunca leyó un libro suyo hable con familiaridad de un personaje o un suceso narrados, imaginarios, y lo haga convencido de su existencia real. Como si los conociera de toda la vida. Demostrando así que el novelista, con mayor o menor fortuna, logró salvar la barrera entre lo verosímil y lo inverosímil, y lo inventado forma ahora parte de un mundo exterior a la literatura misma. Un ámbito que ya no le pertenece y sobre el que no tiene control alguno. Ésa, en mi opinión, es una de las grandes satisfacciones morales que puede obtener un autor de su trabajo. Comprobar que consiguió mezclar realidad y ficción, y hacerlo creíble. Llevarse al lector al huerto, y también al no lector. Borrar la frontera.
En mi vida como novelista tuve alguna vez ese delicioso privilegio, y les aseguro que no hay nada más satisfactorio. Ni divertido. Es cierto que el amigo Alatriste me da muchas alegrías, pero no sólo él. En casa tengo una espléndida carta de una señora, hispanista seria y respetabilísima directora de un centro de investigación histórica de París, que con mucho protocolo pide detalles sobre la localización exacta, en la Biblioteca Nacional de Madrid, del manuscrito 'Papeles del alférez Iñigo Balboa', en el que –eso, al menos, dice la nota a pie de página de una de las novelas– me basé para contar la historia del soldado de Flandes. Otro de mis gozos literarios es la desesperación de los benditos e ingenuos lectores guiris –un ruso se quejó por carta hace menos de un mes– que patean Sevilla, mapa en mano y con cuarenta grados a la sombra, buscando inútilmente la iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por no hablar de cómo me revolqué de risa malvada cuando en el bicentenario de Trafalgar, al descubrirse un monumento conmemorativo junto al cabo del mismo nombre, un historiador descubrió, estupefacto, que en la relación de barcos españoles participantes en el combate figuraba, también, el nombre de mi imaginario navío de 74 cañones 'Antilla'.
Pero de esas y otras ocurrencias, el mayor premio literario lo obtuve en la calle Juárez de Culiacán, Sinaloa; allí donde las cambiadoras clandestinas, todas guapas y maquilladas, blanquean en público los dólares que los automovilistas bajan de la sierra oliendo a cola de borrego y polvo blanco, convirtiéndolos en moneda nacional. Me encontraba frente al mercadito Buelna, grabando una entrevista para un programa de televisión con mis queridos amigos los periodistas mejicanos Javier Solórzano y Carmen Aristegui, cuando se acercó una cambiadora de cierta edad, muy prieta y arreglada, a preguntar qué hacíamos. «Es sobre la Reina del Sur», explicó Javier. A lo que la señora respondió, con absoluta naturalidad. «¿Teresita Mendoza?... Yo la conocí muy bien. En esta misma esquina se ponía.»


Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 18 de Octubre de 2009

sábado, 10 de octubre de 2009

LAS TIENDAS DESAPARECIDAS

Cada vez que doy un paseo veo más tiendas cerradas. Algunas, las de toda la vida, habían sobrevivido a guerras y conmociones diversas. Eran parte del paisaje. De pronto, el escaparate vacío, el rótulo desapercido de la fachada, me dejan aturdido, como ocurre con las muerte súbitas o las desgracias inesperadas. Es una sensación de pérdida irreparable, aunque sólo haya echado vistazos al escaparate, sin entrar nunca. Otras de esas tiendas son negocios recientes: comercios abiertos hace un par de años, e incluso pocos meses; primero, los trabajos que precedían a la apertura, y después la inauguración, todo flamante, dueños y dependientes a la expectativa, esperanzados. Ahora paso por delante y advierto que los cristales están cubiertos y la puerta cerrada. Y me estremezco contagiado de la desilusión, la derrota que trasmite ese triste cristal pegado al cristal con las palabras se alquila o se traspasa.
En lo que va de año, la relación es como de una lista de bajas depués de un combate sangriento. Entre las que conozco hay una parafarmacia, dos tiendas de complementos, una de música clásica, una estupenda tienda de vinos, una ferretería, una tienda de historietas, tres de regalos, dos de muebles, cuatro anticuarios, una librería, dos buenas panaderías, una galería de arte, una sombrerería, una mercería e innumerables tiendas de ropa. También -ésa fue un golpe duro, por lo simbólico- una juguetería grande y bien surtida. Me gustaba entrar en ella, recobrando la vieja sensación que, quienes fuimos niños cuando no había televisión, ni videoconsola, ni nos habíamos vuelto todos -críos incluidos- completamente cibergilipollas, conservamos del tiempo en que una juguetería con sus muñecas, trenes, soldados, escopetas, cocinitas, caballos de cartón, disfraces de torero y juegos reunidos Geyper, era el lugar más fascinante del mundo.
Ahora hablamos de crisis cada día. Hasta los putos políticos y las putas políticas -que no es lo mismo que políticas putas, ahórrenme las putas cartas- lo hacen con la misma impavidez con que antes afirmaban lo contrario. En todo caso, una cosa es manejar estadísticas; y otra, pisar la calle y haber conocido esas tiendas una por una, recordando los rostros de propietarios y dependientes, su desasosiego en los últimos tiempos, la esperanza, menor cada día, de que alguien se parase ante el escaparate, se animara y entrase a comprar, sabiendo que de ese acto dependían el bienestar, el futuro, la familia. Haber presenciado tanta angustia diaria, la ausencia de clientes, el miedo a que tal o cual crédito no llegara, o a no tener con qué pagarlo. El saberse condenados y sin esperanza mientras, en las tiendas desiertas que con tanta ilusión abrieron, languidecían su trabajo y sus ahorros. Morían tantos sueños.
Eso es lo peor, a mi juicio. Lo imperdonable. Todas esas ilusiones deshechas, trituradas por políticos golfos y sindicalistas sobornados que todavía hablan de clase empresarial como si todos los empresarios españoles tuvieran yate en Cerdeña y cuenta en las islas Caimán. Ignorando las ilusiones deshechas de tanta gente con ideas y fuerza, que arriesgó, peleó para salir adelante, y se vio arrastrada sin remedio por la tragedia económica de los últimos tiempos y también por la irresponsabilidad criminal de quienes tuvieron la obligación de prevenirlo y no quisieron, y ahora tienen el deber de solucionarlo, pero ni pueden ni saben. De esa gentuza encantada consigo misma que no sólo carece de eficacia y voluntad, sino que sigue impasible como don Tancredo, procurando ni parpadear ante los cuernos del toro que corretea llevándose a todo cristo por delante. Un Gobierno cínico, demagogo, embustero hasta el disparate. Una oposición cutre, patética, tan corrupta y culpable de enjuagues ladrilleros que trajeron estos fangos, que resulta difícil imaginar que unas simples urnas cambien las cosas. Sentenciándonos, entre unos y otros, a ser un país sin tejido industrial ni empresarial, sin clase media, condenado al dinero negro, al subsidio laboral con trabajo paralelo encubierto y a la economía clandestina. Con mucho Berlusconi en el horizonte. Un rebaño analfabeto, sumiso, de albañiles, putas y camareros, donde los únicos que de verdad van a estar a gusto, sinvergüenzas aparte, serán los jubilados guiris, los mafiosos nacionales e importados, y los hooligans de viaje y tres noches de hotel, borrachera y vómito incluidos, por veinticinco euros. Para entonces, los responsables del desastre se habrán retirado confortablemente al cobijo de sus partidos, de sus varios sueldos oficiales, de sus pingües jubilaciones por los servicios prestados a sí mismos. A dar conferencias a Nueva York sobre cómo nos reventaron a todos, dejando el paisaje lleno de tiendas cerradas y de vidas con el rótulo se traspasa. Así que malditos sean su sangre y todos sus muertos. En otros tiempos, al menos tenías la esperanza de verlos colgados de una farola.


Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 11 de octubre de 2009

sábado, 19 de septiembre de 2009

A PROPÓSITO DE LENI RIEFENSTAHL

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A propósito de la detención de Leni Riefestahl en Asturia por parte de una brigada de la que era miembro el guionista Budd Schulberg y de que una cosa no quita la otra, Leni fue una alemana que media parte de su vida se la pasó justificando su epifanía con el nacionalsocialismo tras acudir a unos de los mítines de Hitler, y tal como ella relata:

«
Fue como si me cayera un rayo… Tuve una visión casi apocalíptica que nunca pude olvidar. Me pareció que la superficie de la tierra se extendía frente a mí –recordó décadas después–, como un hemisferio que de pronto se parte por el medio, lanzando un enorme chorro de agua, tan poderoso que tocó el cielo y sacudió la tierra.
Me sentí paralizada

Leni de bebé

Esta berlinesa nació con el siglo XX (1902) en el extrarradio de su ciudad. Su vida fue tan interesante como la época. Tras abandonar su carrera artística como bailarina debido a una lesión de rodilla, decidió hacerse actriz al ver la película de Eisenstein El acorazado Potemkin, dedicándole toda su vida al cine, con películas como “La Montaña Sagrada” (1926), “El Gran Salto” (1927), “El infierno blanco de Piz Palu” (1929), “Tormenta sobre Mont Blanc” (1930), “White Noise” (1931), “Das Blaue Licht” (1932) y “SOS Iceberg” (1933).
En 1924 se puso en contacto con el Dr. Arnold Fank, tras ver una película suya sobre los Alpes dolomitas. Con Fank, además de protagonizar varias películas, entre ellas El Monte Sagrado, colaboró durante muchos años y aprendió a manejar la cámara.

Poco a poco, arriesgando su persona en escenas difíciles y su dinero en la producción de films, labró una reputación con la que estuvo a punto de llegar a Hollywood.

Pero no quiso limitarse a la subordinación de ser actriz: en 1932 dirigió su primera película, La luz azul, filme situado en los Alpes, que tras ser premiada en la Mostra Venecia, la lanzó a la fama internacional. Ella interpretaba el papel principal. Hitler, poco antes de llegar al poder, el 30 de enero de 1933, quiso conocerla y le fue presentada.
Mientras otros cineastas se expatriaban, como Fritz Lang y Robert Wiene, Leni, gracias al doctor Goebbels, se convirtió en «la cineasta número uno del nuevo régimen». Hitler causó gran impacto en la actriz y directora, que aceptó la dirección de dos documentales sobre el congreso del partido, La victoria de la fe (1933) y El triunfo de la voluntad (1936). Esta obtuvo el Premio Nacional de Cinematografía, la medalla de oro en la Bienal de Venecia, y medalla de oro también en la Exposición Universal de Paris en 1937.
Para acallar las críticas de algunos generales de Hitler por la gran confianza que el Führer tenía hacia ella, filmó un corto sobre la Wermacht. En ese tiempo viajó por España para rodar los exteriores de Tierra Baja, que acabaría aparcada por falta de financiación.
Con Olimpíada, una epopeya sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, obtuvo no solamente el gran reconocimiento del gobierno y pueblo nazi, sino que además fue premiada con gran éxito de público y crítica con un León de Oro en el Festival de Venecia. Olimpíada se estrenó el día del cumpleaños de Hitler en sesión privada, en dos partes Fiesta de los pueblos y Fiesta de la belleza.

Leni Riefenstahl tuvo a su disposición todo tipo de recursos, tanto económicos como técnicos, en momentos en que la restricción económica afectaba al resto de los cineastas.
Mientas tanto, siguió con el rodaje de Tierra Baja, para la cual, construyó en Alemania una aldea de estilo español. La contratación como extras de un grupo de gitanos le llevó posteriormente a ser acusada de haberlos sacado de un campo de concentración y de haberlos utilizado como esclavos.

Tierras bajas. 1954

Debido a los constantes bombardeos sobre Berlín se trasladó a Kitzbühel (Austria), donde depositó todo el material de sus películas, incluida Tierra Baja de la que tan sólo faltaba el trabajo de sincronización y montaje.
Tras el final de guerra, fue detenida e interrogada por el ejército norteamericano. Le fue confiscada la casa y todas sus posesiones, ente ellas las copias de sus películas. Leni se defendió siempre de sus acusaciones de nazismo diciendo que había pecado de ingenua pero no de mala voluntad. Como tantos miles de alemanes de aquella época, negó conocer el exterminio que estaba sucediendo en su país. No obstante, nunca lo lamentó.
Tras ser liberada por los norteamericanos, una guarnición francesa en El Tirol, la volvió a detener. Más tarde se le confiscaron todos los bienes, incluyendo el material fotográfico. Vivió varios meses en la miseria y su matrimonio fracasó. Se le recluyó durante tres meses en un manicomio, en el que se le aplicó electroshock para «desnazificarla»
En varios juicios sucesivos, a instancias norteamericanas y francesas, salió con veredicto favorable, que reconocía su no-implicación ni en el partido ni en ninguna otra de sus ramificaciones y que su relación con Hitler y su partido era estrictamente profesional. Tras un última apelación la calificaron solamente como simpatizante (no perteneciente) del partido nazi.


Tras varios años de pleitos consiguió recuperar parte de sus pertenencias, sobre todo sus rollo de película. Veinte años después de haber sido empezada, terminó el montaje y estrenó Tierra Baja.
Viajó por África, donde quedó prendada por unas fotografías de los atléticos cuerpos de «Los Nuba». Se obsesionó con la idea de filmarlos, y a pesar de los peligros y los consejos en contra (tenía ya 60 años), partió para el sur de Sudán en las más adversas circunstancias.
Las fotografías y filmaciones de «Los Nuba» dieron la vuelta al mundo. Para lograrlas se integró en las costumbres de la tribu y aprendió su lengua. Con su colaborador y cámara, Horst Kettner, en 1968, se adentró en territorios desconocidos y filmó a varias tribus que nunca habían tenido contacto con el mundo de occidente.

Su culto al cuerpo en forma de imágenes fotográficas y filmadas, sirvió a sus críticos para indicar sus evocaciones de la ideología nazi. En la última etapa de su vida profesional, prefirió eliminar de sus imágenes al ser humano. Desde mediados de los años setenta comenzó a fotografiar arrecifes de coral, un tema que incluso le permitió filmar una última película, ya absolutamente vaciada de contenido, Impresiones bajo el agua, que realizó con 97 años y presentó en el 2000, ya con 100 años. Aprendió submarinismo a los 72 años y con más de 90 siguió lanzándose en paracaídas.

Tras escribir dos polémicas autobiografía, murió en el 2003 a los 101 años, cogida de la mano de su pareja y colaborador desde 1968, el cámara Horst Kettner.

lunes, 14 de septiembre de 2009

EL LIBRO QUE NO TENÍA POLVO

Justa literaria. Jonathan Wolstenhome

Ha palmado Schulberg, o sea, el amigo Budd. El príncipe de Hollywood chivato y eficaz cuyas novelas he leído varias veces. Me encontraba a varias millas de la costa más próxima, venturosamente lejos de los periódicos, la radio y la tele, y por eso tardé en enterarme. Ahora, al corriente del asunto, bajo a la parte más subterránea de mi biblioteca, busco en la parte de novela guiri y en la de cine, y emerjo con tres libros en las manos. A dos tengo que soplarles el polvo, y a otro no. Uno de los que soplo empieza: «La primera vez que lo vi no debía de tener más de dieciséis años; era un muchacho listo y despierto como una ardilla. Se llamaba Sammy Glick. Su misión era llevar las cuartillas desde la redacción a la imprenta. Siempre corría. Siempre tenía sed». Un buen comienzo, la verdad. De los que uno envidia. Ese libro me lo regaló mi amigo el productor de cine José Vicuña, en la edición de Planeta del año 61. ¿Por qué corre Sammy?, se llama. No es una obra maestra, pero sí una novela extraordinaria. Ascenso y caída de un trepa ambicioso y genial. Tan buena que duele. El otro con polvo encima –un polvo simbólico, no exageremos o se enfadará Conchi(1), la señora que limpia la casa– es un libro de memorias. De cine, es el título. Memorias de un príncipe de Hollywood. Decepcionante, éste. Buen retrato de los primeros años del cine, contados por el hijo de uno de los grandes productores de la Paramount, pero incapaz de ir más allá. Recuerdo que, cuando lo leí, pensé que, si lo hubiera firmado otro, no volvería a pensar en él. Me fastidió, sobre todo, que el autor pasara de largo, sin detenerse, por la gran mancha puerca y negra de su vida: cuando en 1951, asustado por la caza de brujas en Hollywood, delató a sus compañeros comunistas ante el siniestro Comité de Actividades Antiamericanas.

Pero, bueno. Cada uno es como es, y una cosa no quita la otra. O no debe. También Louis Ferdinand Celine o el barón Corvo –ese Adriano VII de editorial Siruela nunca reeditado, maldita sea–, por citar un par de ejemplos a voleo, entre millones, eran dos pájaros de cuenta. Sería como no reconocer que Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, es una novela muy bien escrita, argumentando que su autor era más de derechas que una boda de Celia Gámez. O insinuar que los turbios medros políticos del joven Cela empañan la perfección cainita y carpetovetónica de La familia de Pascual Duarte. Chorradas. Cuando uno lee, lo que quiere es talento. Un talento, por volver a nuestro asunto, que Budd Schulberg desvió también, para desgracia de lectores y alegría de cinéfilos –váyase una cosa por la otra–, hacia guiones de películas como Más dura será la caída o el Óscar al mejor guión de 1954 La ley del silencio.



Pero quería hablarles del libro que no tiene polvo. Se titula El desencantado, lo he leído dos veces y media –hay una tarjeta de embarque de avión Florencia-Madrid en el punto donde abandoné la última lectura–, y dudo que ninguna otra novela, excepto la inconclusa El último magnate, de Scott Fitzgerald, cuente, la mitad de bien que lo cuenta ésta, el decadente final de una época extraordinaria en la historia de los Estados Unidos, del cine y de la literatura: los míticos años veinte y su glamour. A Budd Schulberg, en la vida real, le cupo el singular privilegio de trabajar en un guión infame, titulado Amor y hielo, en compañía precisamente de Scott Fitzgerald, cuando el escritor daba las últimas boqueadas arruinado por el alcohol y la disparatada convivencia con Zelda, su conflictiva mujer. E igual que el mismo Fitzgerald se inspiró en su propia historia para escribir la obra maestra Suave es la noche –novela que tampoco tiene polvo en mi biblioteca–, Schulberg recurrió a su experiencia junto a él para escribir la historia de Shep, el joven guionista encargado de trabajar con quien hasta entonces fue su ídolo, Manley Halliday: un escritor icono de su generación que ahora, intentando recuperarse de una vida desastrada y un alcoholismo crónico, es la sombra patética de lo que fue. Y con ese desencanto, la caída del mito y la certeza paralela del extraordinario talento que con él se extingue sin remedio, Budd Schulberg, mediante el personaje interpuesto del joven narrador que cuida del escritor en otro tiempo grande y ahora borracho y acabado, construye un retrato asombroso de la época en que, como apuntó Anthony Burgess Poderes terrenales, otra novelaza–, tanto el cine como la literatura produjeron algunas de las obras de arte más asombrosas de todos los tiempos. El desencantado está en la estela de esas grandes obras; y si es verdad que no las iguala, tampoco desmerece de ellas, pues sobre su huella nace y mucho nos acerca. Gracias a tan soberbia novela, hoy puedo lamentar que haya muerto un magnífico escritor, en lugar de alegrarme porque desaparezca un miserable chivato.

Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 20 de Septiembre de 2009

Notas: (1) "Sin mácula"

martes, 8 de septiembre de 2009

A LO TONTO, A LO TONTO...

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A lo tonto, a lo tonto, la aculturación está ocupando el lugar de la endoculturación. Sabemos que la interculturalidad se ha dado a lo largo de la Historia. Actualmente quien domina los medios de comunicación transmite rasgos y comportamientos asimilables por la sociedad receptora. Uno de los objetivos de la antropología es observar que formas intangibles y materiales van desapareciendo y cuales las van suplantando en las manifestaciones estéticas, éticas, cívicas, etcétera.
Es necesario por tanto establecer unas premisas objetivas (teniendo en cuenta que no están exentas de ideología) a la hora de priorizar que bienes culturales urge proteger precisamente porque pueden estar en el umbral de la desaparición y sus posibles consecuencias. Pues como dijo Virgilio “si parva licet componere magnis” se debería tener encuenta la comparación de las pequeñas cosas con las grandes. Nuestra pequeña cotidianidad está invadida por elementos transmisores que van ocupando si nosotros lo permitimos o no, una colonización cultural dispuesta a desarmarnos de unos artefactos culturales fraguados en la sabiduría de la experiencia y el sentido común de miles de generaciones. Desde mi punto de vista es altamente peligrosa la pérdida, la desestructuración y el expolio que está llevando acabo la “aldea global” de McLuhan a nuestra cultura.


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lunes, 31 de agosto de 2009

LA CAMISA BLANCA

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He recibido carta de una lectora que comenta un artículo aparecido en esta página sobre cadáveres de la guerra civil enterrados o por desenterrar, lamentando que no mostrara yo excesivo entusiasmo por el asunto del pico y la pala. El contenido de la carta es inobjetable, como toda opinión personal que no busca discutir, sino expresar un punto de vista. Comprendo perfectamente, y siempre lo comprendí, que una familia con ese dolor en la memoria desee rescatar los restos de su gente querida y honrarlos como se merecen. Lo que ya no me gusta, y así lo expresaba en el artículo, es la desvergüenza de quienes utilizan el dolor ajeno para montarse chiringuitos propios, o para contar, a estas alturas de la vida, milongas que, aparte de ser una manipulación y un cuento chino, ofenden la memoria y la inteligencia. Envenenando, además, a la gente de buena fe. Prueba de ello es una línea de la carta que comento: «Parece que para usted todos los muertos de esa guerra sean iguales».


Así que hoy, al hilo del asunto, voy a contar una historia real. Cortita. Lo bueno de haber nacido doce años después de la Guerra Civil es que las cosas las oí todavía frescas, de primera mano. Y además, en boca de gente lúcida, ecuánime. Después, por oficio, me tocó ver otras guerras que ya no me contó nadie. Con el ser humano en todo su esplendor, y la consecuente abundancia de fosas comunes, de fosas individuales y de toda clase de fosas. Esto, aunque no lo doctore a uno en la materia, da cierta idea del asunto. Permite llegar a mi edad con las vacunas históricas suficientes para que ni charlatanes analfabetos, ni oportunistas, ni cantamañanas, vengan a contarme guerras civiles o guerras de las galaxias como burdas historietas de buenos y malos. A estas alturas.



La señora que me refirió la historia tiene hoy 84 años. Cumplía doce el día que acompañó a su madre al ayuntamiento de la ciudad en donde vivía: una ciudad en guerra, con bombardeos nocturnos, miedo, hambre y colas de racionamiento. Como casi toda España, por esas fechas. Era el año 37, y el edificio estaba lleno de hombres con fusiles y correajes que entraban y salían, o estaban parados en grupos, liando tabaco y fumando. A la niña todo aquello le pareció extraño y confuso. La madre tenía que hacer un trámite burocrático y la dejó sola, sentada en un banco del primer piso, en el rellano de la escalera. Estando allí, la niña vio subir a cuatro hombres. Tres llevaban brazaletes de tela con siglas, cartucheras y largos mosquetones, uno de ellos con la bayoneta puesta. A la niña la impresionó el brillo del acero junto a la barandilla, la hoja larga y afilada en la boca del fusil, que se movía escalera arriba. Después miró al cuarto hombre, y se impresionó todavía más.


Era joven, recuerda. Como de veinte años, alto y moreno. De ojos oscuros, grandes. Muy guapo, asegura. Guapísimo. Vestía camisa blanca, pantalón holgado y alpargatas, y llevaba las manos atadas a la espalda. Cuando subió unos peldaños más, seguido por los hombres de los fusiles, la niña advirtió que tenía una herida a un lado de la frente, en la sien: la huella de un golpe que le manchaba esa parte de la cara, hasta el pómulo y la barbilla, con una costra de sangre rojiza y seca, casi parda. Había más gotitas de ésas, comprobó mientras el chico se acercaba, también en el hombro y la manga de la camisa. Una camisa muy limpia, pese a la sangre. Como recién planchada por una madre.

Estudio para -La Planchadora-. Pablo Picasso

La sangre asustó a la niña. La sangre y aquellos tres hombres con fusiles que llevaban al joven maniatado, escaleras arriba. Éste debió de ver el susto en la cara de la pequeña, pues al llegar a su altura, sin detenerse, sonrió para tranquilizarla. La niña –la señora que setenta y dos años después recuerda aquella escena como si hubiera ocurrido ayer– asegura que ésa fue la primera vez, en su vida, que fue consciente de la sonrisa seria, masculina, de un hombre con hechuras de hombre. Sólo duró un instante. El joven siguió adelante, rodeado por sus guardianes, y lo último que vio de él fueron las manchas de sangre en la camisa blanca y las manos atadas a la espalda. Y al día siguiente, mientras su madre charlaba con una vecina, la oyó decir: «Ayer mataron al hijo de la florista». Al cabo de unos días, la niña pasó por delante de la tienda de flores y se asomó un momento a mirar. Dentro había una mujer mayor vestida de negro, arreglando unas guirnaldas. Y la niña pensó que esas manos habían planchado la camisa blanca que ella había visto pasar desde su banco en el rellano de la escalera.

La madre de Pablo Picasso. 1923

La niña, la señora de 84 años que nunca olvidó aquella historia, no sabe, o no quiere saber, si al joven de la sonrisa lo desenterraron en el año 40 o lo han desenterrado ahora. Le da igual, porque no encuentra la diferencia. Como dice, inclinando su hermosa cabeza –tiene un bonito cabello gris y los ojos dulces–, todos eran el mismo joven. El que sonrió en la escalera. A todos les habían planchado en casa una camisa blanca.

Arturo Pérez-Reverte. XLSemanal, 6 de Septiembre de 2009


EL TIEMPO, GRAN ESCULTOR.

La erosión debida a los elementos y a la brutalidad de los hombres se unen para crear una apariencia sin igual que recuerda a un bloque de piedra debastado por las olas. Alguna de estas modificaciones son sublimes y añaden una belleza involuntaria, asomada a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. La Victoria de Samotracia es ahora menos mujer y más viento de mar y cielo...