jueves, 15 de octubre de 2009

TATUAJE

Verónica Aranda. Tatuaje. Editorial Hiperión. Poesía

Me lo encontré en la Feria del Libro de la primavera del 2006. Nada más leer la primera estrofa reconocí esos recuerdos perdidos en los rincones de mi ciudad o de cualquiera otra que vinieran cantados o contados por aquellos que no pisan tierra firme.

Él vino en un barco de nombre extranjero,
lo encontré en el puerto un anochecer,
cuando el blanco faro sobre los veleros
su beso de plata dejaba caer
(Rafael de León, Tatuaje)

Verónica Aranda (Madrid, 1982) VIII premio de poesía joven en -Antonio Carvajal- 2005. En la primera parte de su libro Tatuaje recoje paisajes de sus múltiples viajes por Europa, en la segunda, titulada La morena de la copla , hace una original recreación de algunas letras de estas canciones populares con las que muchos estamos familiarizados desde niños, y a las que ha dedicado también algún estudio de investigación filológica. "Ha trasladado el lenguaje popular de la copla al lenguaje culto y al propio imaginario", en este libro de versos que es "un claro homenaje a Rafael de León", según ha dicho la propia autora.
I

Llegó desde el Mar Rojo
en un barco febril, a la deriva,
cargado de naranjas, y en su mástil
se alzaban las mezquitas más azules,
en donde convergían los caminos de Persia
y el puerto de llegada, donde ondea
el lienzo claroscuro del susurro,
el súbito tambor de las verbenas
y la nieve de marzo, amaneciendo,
que siempre cierra el ciclo de las sedas
y sus remotas rutas.

II

Aquellas madrugadas en los puertos
de tabernas insomnes
y los acordeones del desierto,
no buscaba a los rubios marineros,
aquellos extranjeros de frondosos tatuajes
que se apoyaban en los mostradores,
y su aliento traía el aguardiente
de las naves errantes y los rostros
de mujeres nocturnas y remotas

No buscaba a esos otros marineros
cuyas promesas se difuminaban
en una despedida inexistente
y siempre se marchaban en las tardes de junio
para no regresar. Quedaba el nombre
como único amuleto de su paso,
junto a aquellas palabras que se dicen
cuando sabemos que el exilio acecha,
que podemos quedarnos o escapar.

Los tatuajes quemaban y esas noches
yo buscaba el camino de regreso hacia Ítaca,
las colinas de Roma, la ciudad de Kavafis
o un barco que zarpara a la isla de Safo

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VII

Fue la misma ciudad y, sin embargo,
la transitamos en distintos tiempos.
Yo llegué con el siglo, lo estrenaba
por el atardecer. En los balcones
de aquel hotel que daba a una azotea
y a estrechos callejones de bazares,
luchaba con la luz, recomponía
unos pocos fragmentos del pasado,
y en aquella ciudad paralizada
por la huelga y el hambre,
comprendí al fin lo lejos que quedaban
-abiertas, ya, las zanjas de los años-,
polvorientas postales, amarillas
manzanas, los almuerzos a las doce,
los pinares de mayo y en los puertos
el miedo a regresar a las aldeas,
donde espera el futuro cobijado
entre los resignados tamarindos.

Recuerdo que vagué por esas calles,
bajo los edificios de madera,
pero ya era muy tarde, tú pasaste
a finales de siglo; aún podía
imaginar tu sombra marinera
por las plazas de templos –había uno
que llevaba tu nombre –te veía
fundido en los mercados y más tarde
por calles de neblinas y basura,
con ese caminar despreocupado
de los que se acostumbran
a hacer frente al destierro. Nos unía
una ciudad a destiempo y unos campos
de otra ciudad en ruinas.

Me siento a ver las aguas
de un luminoso gris, antes que el faro
se encienda e ilumine los veleros.
Ayer anochecía en Kathmandú...

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