sábado, 3 de enero de 2009

UNA GUERRA SIN NOMBRE

Irak, 27 de febrero del 2004.


A Sebastián Jiménez Noguera:

Ha vuelto a suceder. No sé si es bueno o es malo, pero no sabría qué hacer si no fuera así. Me llamaron sin avisar, como suelen los de arriba: “Rodrigo, recoge tus cosas; mañana subes al avión a las 7:30” El miedo a enfrentarme solo a la memoria me hizo parecer más valiente de lo que en realidad soy y aceptar. Si me hubiera negado me habría arrepentido, pero no lo hice y, por tanto, estoy ahora escribiéndote iluminado por una linterna que amenaza con descolgarse de la lona de la tienda. Es tarde y aunque estoy agotado, no puedo conciliar el sueño. Qué le voy a hacer, ¿eh? Los disparos siempre me han desvelado. Ojalá estuvieras aquí para ver la amarga sonrisa que acaba de asomar a mis labios; ojalá estuvieras aquí para mirar conmigo la delgada cartera de cuero gastado que me ha hecho escribirte.
Porque todas las guerras son iguales, por eso no sé bien dónde creí perder el don innato de disparar la cámara para robar del paisaje la mejor fotografía; dónde creí dejar escapar la habilidad de reflejar en palabras lo que los ojos no podían ver, cegados por el humo, por el polvo y la ceniza. Cubríamos un conflicto en algún lugar de África, según me aseguraste cuando fui capaz de hablar de aquello, y compartíamos alojamiento con Eduardo Dávila. La vida de los reporteros de guerra es tranquila hasta que hay algún ataque, como sabes, y nosotros recorríamos la ciudad, si aún merecía ese nombre, buscando un lugar donde nos sirvieran una cerveza y pudiéramos sentarnos. Eso sí, nunca nos separábamos de las cámaras, ¿verdad? Las buenas oportunidades no anuncian su llegada y, además, ¡nos pagaban por eso!
Esa tarde mendigábamos un poco de sombra junto a los muros de una escuela a las afueras y por consiguiente en un lugar muy peligroso. Estaba al lado del hospital, pero aquélla otra visión era demasiado desagradable. Sólo en sitios como ése podía uno descansar la conciencia, en sitios donde la inocencia de los más pequeños obligaba a los adultos a cuestionarnos la manera que teníamos de resolver los problemas. Mientras Eduardo y tú engañabais al aburrimiento con una partida de cartas, yo me acerqué a la puerta del aula para admirarme al comprobar que aún quedaba un poco de ilusión. Habían trasladado allí todo el material: una mesa, tres percheros, una pizarra y varias sillas. Algunos niños se sentaban en el suelo, pero todos tenían una libreta o un cuaderno, o unas hojas sueltas donde garabatear sus dibujos con lápices de variables tamaños. Me pregunté qué demonios tendría la maestra, que hacía que sus alumnos parecieran ajenos a la miseria que los rodeaba como una vecina más de la calle. Escuchaban, atentos, pidiéndole que continuara con la historia que ese día les explicaba, y ella lo hacía entregando toda la voluntad que aún le quedaba. Lamento que no vierais sus expresiones y sus gestos exagerados, que no escucharais los repentinos giros en su voz que tan atrapados tenían a los pequeños. Después de un rato volví a vuestra improvisada mesa a tiempo de empezar una partida a la brisca –odiaba ese juego, pero era todo lo que había–, y allí permanecimos unos minutos más, hasta que necesité volver a estirar las piernas.
Caminé hasta ver de nuevo el aula vacía de libros pero llena de paciencia. En ese momento los alumnos estaban totalmente perdidos en el cuento de la maestra, sumergidos en la explicación. Ella sonreía, se extrañaba, se entristecía o se sorprendía según lo exigiera el argumento. Entonces se acercó a la ventana y miró preocupada el cielo: el sonido aterrador de un avión nos sobrecogió a todos. El monstruo metálico pasó de largo pero, calculo que a unos doscientos metros de nosotros, se oyó el impacto atronador de un misil sin destino, a lo que siguió una explosión y después la alarma de emergencia de la ciudad. Los niños tenían dos opciones: dejar que los invadiera el pánico y correr sin saber qué ocurriría o tratar de protegerse bajo la mesa de otro posible ataque, lo cual tendría casi la misma efectividad. Para mi asombro, todos optaron como si lo hubieran ensayado por la segunda opción y apremiaron a la maestra para que finalizara la historia. La profesora se dirigió a su clase en aquella situación que tan irreal se me antojaba, relatando palabra por palabra lo que del cuento estaba por contar. Un nuevo impacto me sobresaltó, esta vez más cercano, y el suelo se estremeció conmigo y el techo del aula escupió algunas bocanadas de cal y la pizarra se descolgó, pero allí dentro nadie se inmutó, desafiando quizá al poder que tiene el miedo a través de la inmensa fuerza de la confianza y el sentimiento de unión. De haberlo dispuesto así el azar, nadie podría haber evitado un catastrófico final, pero la suerte a veces se inclina ante los que osan hacerle frente.
Alcancé a oír la risa nerviosa de alguna niña divertida por el obstaculizado desenlace de la historia, mientras Eduardo me arrastraba hacia el campo que se extendía delante de nosotros. Yo lo seguía maravillado aún por lo que acababa de presenciar; aquello sí era valentía. En la trinchera nos estabas esperando ya, las cámaras listas para atrapar todos los matices posibles. Empuñamos nuestras armas cual caballero su acero y nos apostamos muy juntos viendo sobrevolarnos otro avión de los que vomitan destrucción. Y después la explosión y el zumbido en los oídos que asalta todavía mi memoria como una amenaza latente. Todo a nuestro alrededor desapareció. Incluso Eduardo. Lo siguiente que escuché fuiste tú. Me gritaste que llorase por él al tiempo que me sacudías por los hombros, pero yo ya lo estaba haciendo. Sí, aunque no lo vieras, lloraba cuando corría detrás de ti, esforzándome por vislumbrar a través del polvo y la metralla. Tropecé en varias ocasiones y caí una vez o dos sin que mis piernas dejaran de ganar terreno, el bolso de piel golpeaba mi cadera a cada zancada y me cubría con los brazos cuando de nuevo el fuego avanzaba hacia nosotros, pero lo que más vivamente recuerdo es que estaba furioso por ser el sujeto paciente de un conflicto que enfrentaba a demasiados seres humanos.
Meses después, volví a entrar en mi estudio para revelar unas fotografías. No eran las de mi cámara –los futuros arqueólogos la descubrirán en una trinchera en algún lugar de África–; eran las de la cámara de Eduardo, que ignoro por qué sí llevé conmigo en nuestra precipitada huida. Ésas son las fotos que guardé en una delgada cartera de cuero y que ahora observo con impotencia.
Llegué a Irak hace tres días y la primera fotografía que disparé no fue a la gente de aquí, ni al cielo, ni al paisaje. El objetivo por el contrario apuntó directamente hacia el grupo de reporteros que sonreían a la cámara pasándose los brazos por los hombros, y del que yo también formaba parte gracias a gente como tú, como Eduardo y como todos nuestros compañeros de aquel año.
Porque todas son iguales, por eso ahora lloro los recuerdos de una guerra sin nombre.

Rodrigo Ortiz Rosillo,
reportero en una guerra anónima.

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